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domingo, 10 de enero de 2016
Mesa redonda: Julio Cortázar, Juan José Saer, Augusto Roa Bastos y Nicolás Sarquís
Mesa redonda: Julio Cortázar, Juan José Saer, Augusto Roa Bastos y Nicolás Sarquís
es interesante cómo Juan José Saer, de un modo muy risueño y simpático, despliega un feroz imperialismo literario, o más bien una supremacía "ontológica" del signo escrito por sobre cualquier tradición oral ("ya no la necesitamos") y por sobre la "banalidad y puerilidad de la representación en cine y teatro".
También da cuenta de un cierto bastardismo dado que por lo que dice se sustentó largamente a sí mismo escribiendo guiones para cine.
también son interesantes los tabiques que Saer tiene por debajo de las axilas cada vez que mueve los brazos.
Es maravilloso el momento en que refiriéndose a la imposición de los subtítulos en un formato de tantos milímetros y cómo condiciona esto al traductor que los escribe, Saer todo excitado y erecto comienza a repetir "claro es una constante.. es una constante" y Roa Bastos lo mira sonriendo y le dice "es una reducción fascista", acomodándole una creciente hinchazón de pelotas que su colega y ex-discípulo a su izquierda le estaban provocando.
Como sea, creo que Roa Bastos, el más viejo, extraño y singular de los allí presentes, es además el que tiene una inteligencia afiladísima y lúcidas intuiciones para pensar los temas propuestos más allá de lo evidente.
les recomiendo este documento extemporáneo y actual, de vertiginosos efectos.
fuente: http://viendocultura.blogspot.com.ar/ https://www.youtube.com/user/chacosago/videos
Etiquetas:
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miércoles, 14 de octubre de 2015
puro terciopelo, un vértigo
El no puede dejarla dormir. Ella está en la casa, encerrada con él en su casa. Durante el sueño es cuando a veces esta idea acude a su mente.
Ella ya está acostumbrada. Ve que él intenta no gritar.
Dice:
—Si usted quiere, puedo irme. Volver más tarde. O nunca. Es mi contrato: quedarme ahí o marcharme, es igual.
Ella se levanta, dobla las sábanas. El llora. Los sollozos no son contenidos, son sinceros, como si saliera de un gran daño que le hubieran hecho. Ella se reúne con él junto a la pared. Lloran. Ella dice:
—Usted no sabe lo que quiere.
Ella le observa existir en esta incoherencia anonadante que le hace como un niño. Ella se acerca a él como si compartiera su sufrimiento, él la reconoce mal, de pronto.
Ella dice:
—Hoy le deseo mucho, es la primera vez.
Ella le dice que vaya. Venga. Le dice que es puro terciopelo, un vértigo, pero también, no vaya a pensar, un desierto, algo maléfico que conduce además al crimen y a la locura. Ella le pide que vaya a ver aquello, que es algo infecto, criminal, un agua turbia, sucia, el agua de sangre. Que un día tendrá que hacerlo, aunque sea una vez, hurgar en ese lugar común, que no podrá evitarlo toda la vida. Que sea más adelante o esta noche, ¿cuál es la diferencia?
El llora. Ella vuelve hacia la pared.
Lo abandona a sí mismo. Se coloca la seda negra, lo mira a través de ella.
martes, 4 de noviembre de 2014
El rótulo - Cecilia Mieres
El
rótulo tiene forma de rectángulo si se lo mira, suena a rectángulo si
se lo agita, y sabe a rectángulo si se lo prueba. En general es 2D, y
cuando lo ves 3D en realidad es una ilusión óptica.
El
rótulo muchas veces toma la forma de una caja para dejarse agarrar por
quién lo necesite, un fugaz amo y señor del momento al que seguramente
le urge de manera irrevocable.
Lo
primero que hace el amo del rótulo es entrar en él, justamente
enamorándose. Y su amor es tan genuino que copia al rótulo en sí mismo
pero más grande, más inmenso de lo que en realidad podría ser. Una vez
allí engendra las cajas. Sus hijitos bienamados. Sus clones. Luego hace
un pequeño agujero y espía lo que pasa.
Apenas
detecta una posible rotulatura pues lanza el rótulo! La velocidad es
mortífera. El golpe ineludible. Pafff! Un peso se te suma y sin
quererlo, estás rotulado!
Los
amantes del rótulo en general gozan -cual criminales asesinos, en la
oscuridad de sus sombras que ni ellos reconocen- de replegar las partes
de tu ser que no encajen estrictamente en la cajita. Producen el
espejismo quitando, doblando, tergiversando porciones y frases, de tal
manera que a sus ojos ya no las ven. Y por haberlo hecho se felicitan. Y
luego van por la mirada ajena, que certifica, aplaudiendo su locura,
que la obra es perfecta.
Cuando
esta ceremonia se ha producido, al rótulo se le otorga una plusvalía,
que increíblemente sale al mercado para hacerse vender. Como el mercado
es tan maravilloso como despiadado uno muchas veces termina comprando su
propio rótulo. Y a veces hasta es feliz de sostenerlo, como a un bebé!
Cual
flecha de cupido el rótulo es muy difícil de devolver a su creador
cuando uno no lo quiere, aunque últimamente se ha encontrado un método
que resulta bastante efectivo. Se trata de desplegar cuidadosamente la
cajita, y encontrar entre el pegamento y los repliegues las partes que
su dueño dejó ahí escondidas. Ni él sabe que están ahí, ya se las
olvidó, ya se las niega.
Una
vez desplegadas hay que hacer una lámina con eso. Y entrar en amor con
ella. En un amor tan genuino que copie la lámina en sí misma pero mucho
más grande, luminosa y brillante de lo que en realidad podría ser.
Luego se toma la puerta de la entrada de la casa del rotulador y se reemplaza por ésta.
Es lindo ver cómo imaginan todos los
días al reflejarse en ella a la hora de llegar que en realidad hay
alguien más allí adentro. Alguien que no los ve pero los entiende.
Cecilia Mieres
Fuente: http://puntasdelclavo. blogspot.com/
Imágenes:
http://www.boumbang.com/catherine-lupis-thomas
http://www.boumbang.com/kamera-czlowiek
Fuente: http://puntasdelclavo.
Imágenes:
http://www.boumbang.com/catherine-lupis-thomas
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martes, 14 de octubre de 2014
las fronteras de la lengua
Según el reverendo Bridges, los diferentes idiomas que se hablan en Tierra del Fuego tienen un vocabulario básico de alrededor de tres mil
palabras - un número muy superior, destaca Bridges, al que usaba en sus
obras el mismo William Shakespeare -, y ese número se debe al altísimo
grado de especialización, vale decir, a la gran variedad de palabras con
que los yaganes reproducen la inmensurable variedad de la creación. Los
yaganes, como ustedes, son marinos; y para nombrar eso que nosotros
llamamos" playa", aún un niño como Notreasure dispone de unas quinientas cincuenta
denominaciones, de acuerdo con la vegetación que esta posea o la conformación del suelo, la presencia de aves o lobos marinos, su utilidad en caso de tormenta, etcétera. Pero esto no es todo. En idioma yagán, cada palabra puede transformarse hasta volverse irreconocible de acuerdo con miles de factores ajenos al objeto que se nombra: la misma playa en que vivían los Dahlmann recibía muy distinta denominación de acuerdo con el estado de ánimo de Notreasure o el de sus dueños o la lejanía o cercanía a que se encontraba, o la estación del año en que se la percibía.
Por supuesto, cualquier inglés de estos tiempos despreciaría esta abundancia, creyendo que es indicio de una bárbara incapacidad de síntesis. Los ingleses, imbuidos del espíritu de la ciencia y el progreso, sólo quieren tener una denominación clara y precisa para cada objeto, quieren encerrar cada ejemplo en el nombre de la especie tal como se encierra cada preso en una celda distinta.
Pero ustedes, amigos míos, que han visto ensancharse el paisaje a ambos lados de vuestro barco; ustedes que han conocido la extraña manera en que la inmensidad influye en el espíritu, podrán en cambio imaginar el modo en que, al ir aprendiendo el idioma yagán, Dahlmann mismo empezó a sentir que las fronteras de su mente se expandían y empezaba a ver muchas más cosas en cada cosa, muchos más colores en el color azul, muchas más nieves en la nieve; y al mismo tiempo, cómo Dahlmann comenzó a descubrir, aun entre las cosas aparentemente más opuestas, secretas correspondencias: las ocultas correspondencias que reúnen lo variado en la única identidad de la Creación. ¡Ah, sin tan sólo tuviera tiempo de leerles a ustedes las cartas que Dahlmann escribió al director de la Revista de la Iglesia de la Palabra, tratando de convencerlo de que era urgente dar a conocer esta lengua, como Francia, por ejemplo, daba a conocer un Mallarmé o un Verlaine.... ! 'La isla de los poetas', llama a esta isla ignota en donde los 'nativos videntes' nombraban al otoño 'la edad en que la hoja canta rojo celebrando la vida antes de morir'. El viejo director, aunque había ganado una fortuna con los antiguos sermones de Dahlmann, nunca contestó, y la Revista sólo mencionó una vez a la lengua yagana, tachándola de 'curiosidad científica': el Pastor no vio en aquel gesto más que la prueba de la sordera de un mundo que 'en el silencio sólo percibe vacío'.
Y sin embargo, detrás de aquel rechazo y de los muchos que siguieron quizás haya un motivo mucho más poderoso y secreto: me refiero, claro, a la desconfianza que inspira todo aquel que conoce las fronteras de la propia lengua, ese que, tarde o temprano, se vuelve en contra de su imperio.
martes, 2 de septiembre de 2014
una extinción en el vacío
No
obstante, no todo estaba bien.
Algo
en mí, en mi interior, anulaba las perspectivas exteriores. Yo veía
todo ordenado, posible, realizado o realizable. Sin embargo era como
si yo, yo mismo, pudiera generar el fracaso. Y he aquí que al mismo
tiempo me juzgaba inculpable de ese probable fracaso, como si mis
culpas fueran heredadas, y no me importaba demasiado: disponía como
de una resignación previa, porque percibía que, en el fondo, todo
es factible, pero agotable.
Tampoco
la fugacidad me inquietaba, porque es posible sacar partida de lo
transitorio, disfrutar momento a momento. Era algo mayor la causa de
mi anegante desazón, ignoro qué, algo así como una poderosa
negación, imperceptible, aunque superior a cualquier rebeldía, a
cualquier aplicación de mis fuerzas.
Es
más, yo le temía a distancia. De momento, todo se presentaba con
rostro favorable. Pero recelaba de otra etapa -¿lejana? ¿inmediata?-
irrebatible, a la que yo llegara sin vigor, como a una extinción en
el vacío. ¿Qué era eso tan peor? ¿La destitución, acaso? ¿La
pobreza? ¿Alguna afrenta? ¿Tal vez la muerte? ¿Qué, qué
era?…Nada, lo ignoro. Era nada. Nada.
Quise
discernir el porqué de ese vuelco y advertí que era como si hubiese
andado largo tiempo hacia un previsto esquema y estuviera ya dentro
de él.
Necesité
imperiosamente asirme de algo. El estómago vino en mi ayuda,
reclamándome alimento. Acudí a la posada como en pos de la
esperanza.
Antonio Di Benedetto, Zama
imagen: Julien Fénix
sábado, 14 de junio de 2014
no me dejen solo, hijos de puta
Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: "Viva la patria" sino que dijo: "No me dejen solo, hijos de puta".
(...)
Seis meses más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice:
- Hay un fusilado que vive.
No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga.
Pero después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de muerte. Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana.
Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto.
levantamiento de Valle:
http://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Jos%C3%A9_Valle#Levantamiento_de_1956
jueves, 24 de abril de 2014
En la cuerda floja - Paul Auster
La primera vez que vi a Philippe Petit fue en 1971. Paseaba por el
boulevard Montparnasse, en París, cuando me encontré con una multitud
silenciosa formando un círculo en la acera. Era evidente que en el
interior de aquel círculo sucedía algo, y quise saber qué era. Me abrí
paso entre varios espectadores, me puse de puntillas y logré ver a un
hombre pequeño en el centro. Toda su ropa era negra: zapatos,
pantalones, camisa e incluso el aplastado gorro de seda que llevaba en
la cabeza. El pelo que sobresalía del sombrero era rubio rojizo y la
cara que había debajo era tan pálida, tan desprovista de color, que al
principio creí que estaba pintada de blanco.
El joven hacía juegos malabares, montaba en monociclo, realizaba
pequeños trucos de magia. Hacía juegos malabares con pelotas de goma,
con palos de madera y antorchas encendidas, tanto de pie como sentado en
su vehículo de una sola rueda, pasando de una cosa a otra sin
interrupciones. Para mi sorpresa, lo hacía todo en silencio. Había
dibujado un círculo de tiza en la acera, y mientras evitaba
rigurosamente que los espectadores penetraran en ese espacio con un
persuasivo gesto de mimo, desarrollaba su actuación con tal energía e
inteligencia que era imposible dejar de mirarlo.
A diferencia de otros artistas callejeros, no actuaba para la multitud;
más bien, parecía que permitía al público seguir el curso de sus
pensamientos, como si nos hiciera partícipes de una profunda e
inexpresada obsesión. Sin embargo, en sus actos no había nada personal;
todo parecía revelarse de forma metafórica, en una sola etapa,
valiéndose del medio del espectáculo. Realizaba sus juegos malabares con
meticulosidad y concentración, como si mantuviera una conversación
consigo mismo. Elaboraba las combinaciones más complejas —complicadas
figuras matemáticas, arabescos de absurda belleza— pero sus gestos
conservaban toda la sencillez posible. Oscilaba entre el papel de
demonio y el de payaso y producía una fascinación hipnótica. Nadie decía
una palabra. Era como si con su propio silencio exigiera silencio a los
demás. La multitud lo observaba, y al final de la actuación, todo el
mundo le dejaba monedas en el sombrero. Yo nunca había presenciado algo
igual.
Volví a ver a Philippe Petit varias semanas después. Era tarde —tal vez
la una o las dos de la madrugada— y caminaba por un muelle del Sena,
cerca de Notre-Dame. De repente, vislumbré a varios jóvenes que se
movían con rapidez en la oscuridad al otro lado de la calle. Llevaban
cuerdas, cables, herramientas y pesados bolsos. Curioso, como de
costumbre, mantuve el ritmo de su marcha en la acera de enfrente y
entonces reconocí a uno de ellos como el malabarista del boulevard
Montparnasse. De inmediato supe que iba a suceder algo, aunque no podía
imaginar qué.
Al día siguiente, encontré la respuesta en la primera página del lnternational Herald Tribune.
Un hombre joven había colocado una cuerda entre las torres de la
catedral de Notre-Dame y había caminado, hecho malabares y bailado sobre
ella durante tres horas, asombrando a la multitud que lo observaba
desde abajo.
martes, 4 de febrero de 2014
Canto de la Avenida Yrigoyen - Magalí Etchebarne
y una noche, haciendo el amor en ese
altillo, amarillos por el brillo violento de la eme del McDonald's alumbrándonos
tan cerca, a metros de la ventana, ese altillo sobre esa casa construida al
ritmo del progreso acelerado del dueño de unas tiendas de electrodomésticos, sala
de ensayo con olor a gato y marihuana, a sudor viejo, y esa eme ahí, como un
sol americano, untando su cuerpo y mi cuerpo con esa luz prometedora que es la
luz de las cosas construidas, ideadas por otros para felicidad del resto, un
futuro todo posible puesto en otro lado, no ahí, entre nosotros, dos chicos que
se durmieron pensando que cuando la eme se apagara iba a haber salido el sol,
el sol más alto, el de las otras posibilidades, dos chicos que se enamoraron como
refugiados del mosh, en esa casa sobre esta avenida que es un cementerio de
outlets y concesionarias, un Siga la vaca, un Nike, tres Firestones, las ruinas
de un Locos por el fútbol, esta avenida donde dejamos morir la adolescencia,
esta avenida donde nunca nos drogamos tanto, ni soñamos tanto, ni planeamos formas
para salir de acá con el impulso suficiente como para que ya nada nos traiga de
vuelta, una adolescencia vacía, sudando un tema, envalentonados en la locura
tonta de un pogo para nada, acostados en la puerta de una casa con alarma y enrejada,
meando escalones, esperando que toquen las bandas, esperando nada. Ay, Hipólito Yrigoyen, sos una
ruta profunda, una arteria vital y envenenada, me acuerdo cuando te
arrancaron los adoquines, te cruzábamos con mamá como al Lago de la Brea
sobre la costa de la
Isla Trinidad, una isla a la que nunca iremos, eras un río en
construcción, un camino de obreros, y llegamos a la casa de la abuela, una
mujer que te había visto de tierra, nos sentamos en la vereda y te vimos
cambiar la cara, las tres juntas, ya ancianas, tres generaciones asustadas, y
una bisabuela errante, una mujer que también vivió sobre vos y un día lo dejó
todo, abandonó a su familia por un hombre
que la visitaba a caballo cuando su marido no estaba, se tomó un barco y se
fue, hizo tan bien. Ay, Hipólito Yrigoyen, sos como la tristeza, una certeza
agria que sabemos que nos va a sobrevivir, como ese gesto tierno y vencido de
mi padre lustrándome las botas, inclinado ya con joroba, igual que lo hacía su padre,
sos como esos días ácidos en los que vemos llegar las luces del centro y
envejecer a nuestros padres, sos como la tristeza, una vida de trabajo, la combinación tiempo
sueldo como única fórmula para palear el vacio, la desesperación, el peso en el
cuerpo de cosas que no se pudo, la
soledad siempre, debajo, al fondo, atrás, la soledad como la casa de la abuela
que ahora es un gimnasio. Pero
antes tantos hombres te entregaron
la salud de su carrocería, señores como papá, por ejemplo, que por un
viaje
mínimo de tres pesos gastó como a una suela las llantas, un par de años
después
de la privatización tantos remiseros salieron queriendo domarte, y lo
dejaron
todo ahí, dormidos sobre el manubrio como entre los barrotes de una
cuna, sobre
tapizados llenos de migas, tajeados, descompuestos de ciegos, al ritmo
loco de
las picadas los domingos a la noche. Venciste a mi padre, pero hoy te
vigila
desde la orilla, una funeraria a la altura del 6500 en la que duerme sus
noches
alerta, haciendo guardia, esperando que alguien llegue a velar a otro,
haciendo
una lista mental de cuántos trabajos tuvo a lo largo de su vida, y
cuánto valió
la pena, todas esas noches en las que estoy en cualquier lado, haciendo
algo,
perdiendo algo, esperando a un dealer, un peruano robusto que se parece a
vos,
se parece a un hermano bobo y destructor, que se parece a una ola que
creemos ver venir pero enseguida está encima. Pero mi padre está acá, esperando
y te mira, te escucha, rumorea, ¿se persigna?, se deja ir en ese rumor fuerte, entrecortado,
pero tan potente siempre, pasan truenos, se dice, se abraza, en la esquina el
museo Magnum, ese videoclub que supo ser un imperio, el otro día nos asomamos y
regalaba las películas, apoyamos la cara en el vidrio y lo vimos todo como a una
foto rota. Ay, Hipólito Yrigoyen, te vi matar a tantos amigos, esa noche de
mayo del 93 te vi matar a Viti, el novio de mi hermana que me encantaba, me
encantaba, me encantaba, rubio y de pelo largo, con tanta onda, un chico de 19 que
hizo su último güili después de una pelea con ella, salió a toda velocidad con
su honda blanca y rabiosa, aceleró muy fuerte justo en la esquina de la casa de
Duhalde y lo dejó todo ahí, en esa pirueta para nadie, como un hombre solo en
el campo ensayando un silbido nuevo…
Magalí Etchebarne
imagen: Le petit tabouret des profondeurs, Lionel Sabatté
lunes, 27 de enero de 2014
viernes, 10 de enero de 2014
el cuerpo vive porque se desintegra
Es la ley de la vida, señora mía. El cuerpo vive porque se desintegra, sin desintegrarse demasiado. Si no se desintegrara segundo a segundo, sería un mineral.
El alma vive porque es perpetuamente tentada, aunque resista. Todo vive porque se opone a algo. Yo soy aquello a lo que todo se opone. Pero, si yo no existiera, nada existiría, porque no habría nada a que oponerse, como la paloma de mi discípulo Kant, que, volando al aire libre, juzga que podría volar mejor en el vacío.
(...)
Quédese pues, tranquila. Corrompo, es cierto, porque hago imaginar. Pero Dios es peor, en un sentido por lo menos... porque creó el cuerpo corruptible, que es mucho menos estético. Los sueños, al menos, no se pudren. Pasan. Mejor así, ¿no es verdad?
(...)
El hombre no difiere del animal sino en saber que no lo es. Es la primera luz, que no es más que tiniebla visible. Es el comienzo, porque ver la tiniebla es tener su luz. Es el fin, porque es saber, por la vista, que se nació ciego. Así el animal se torna hombre por la ignorancia que en él nace.
Son eras sobre eras, y tiempos tras tiempos, y no hay más que andar por la circunferencia de un círculo que tiene la verdad en el punto que está en el centro.
El principio de la ciencia es saber que ignoramos. El mundo, que es donde estamos; la carne, que es lo que somos; el Diablo, que es lo que deseamos... Esos tres, en la Hora Suprema, nos mataron el Maestro que estuvimos por ser. Y aquel secreto que él tenía, para que nos convirtiéramos en él, ese secreto se perdió.
libro completo:
http://www.medellindigital.gov.co/Mediateca/repositorio%20de%20recursos/Pessoa,%20Fernando/Pessoa_Fernando-La%20Hora%20Del%20Diablo.pdf
obra pictórica: Roberto Ferri, El Ángel de la Muerte
http://www.robertoferri.net/gallery.php
obra pictórica: Roberto Ferri, El Ángel de la Muerte
http://www.robertoferri.net/gallery.php
martes, 23 de julio de 2013
convertir en cuerda floja todo cuanto pise
Se sentía penetrada, la penetración estaba en tan mínima dosis en su
recorrido que no sentía dolor. El topo seguido de la comadreja, el oso
hormiguero seguido de una larga cadena la recorrían. Buscaban una
salida, mientras sentía que la protuberancia carmesí se iba replegando
en el pozo de su cuerpo. Un día encontró la salida: por una caries se
precipitó la protuberancia. Desde entonces empezó a temblar, tomar agua
—orinar— tomar agua, se convirtió en el terrible ejercicio de sus
noches. Estaba convencida que había sanado. ¿Acaso no había visto ella
misma la protuberancia caer en el suelo y desaparecer como una nube que
nunca se pudo ver? Tuvo que ir de nuevo a ver al negro Tomás. Hubo túnel
y salida, le dijo, ésta la ganó usted. Yo no podía prever que una
caries sería la puerta. Ahora le hace falta no el aceite que quema, sino
el que rodea la mirada. Yo no podía ver a una caries como una puerta,
pero conozco ese aceite de calentura natural que se va apoderando de
usted como un gato convertido en nube. Vaya a ver al negro Alberto, y
él, que ya no baila como diablito, le ofrecerá los colores de sus
recuerdos, las combinaciones que le son necesarias para su sueño. Usted
fue recorrida por animales lentos, de cabeceo milenario. Ahora salga,
siga con sus pasos la lección que le va a dictar su mirada. Tiene que
convertir en cuerda floja todo cuanto pise.
José Lezama Lima - Cangrejos, golondrinas
(extracto)
cuento completo:
http://bibliotecaignoria.blogspot.com/2012/02/jose-lezama-lima-cangrejos-golondrinas.html
la imagen es de Joseph Loughborough:
http://www.boumbang.com/joseph-loughborough
martes, 21 de mayo de 2013
la aventura de un poeta
—Silencio —dijo—. Las islas tienen un silencio que se oye.
En realidad todo silencio consiste en la red de menudos ruidos que lo envuelve: el silencio de la isla se diferenciaba del silencio del tranquilo mar circundante porque estaba recorrido por murmullos vegetales, cantos de pájaros o un brusco rumor de alas.
Abajo, al pie de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era de un azul intenso, límpido, atravesada hasta el fondo por los rayos del sol. En la escollera se abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se acercaban perezosamente a explorarlas.
Era una costa del sur, poco afectada todavía por el turismo, y los dos bañistas venían de fuera. Él era un tal Usnelli, poeta bastante conocido; élla, Delia H., una mujer muy bella.
Delia era una admiradora del sur, apasionada, francamente fanática, y tendida en el bote hablaba con continuo transporte de todo lo que veía, y quizá también en cierto tono de polémica porque le parecía que Usnelli, recién llegado a aquellos lugares, participaba de su entusiasmo menos de lo debido.
—Espera —decía Usnelli—. Espera.
—¿Espera qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? —decía ella.
Él, desconfiado —por naturaleza y por educación literaria—de las emociones y las palabras que otros ya habían hecho suyas, habituado más a descubrir las bellezas escondidas y espúreas que las manifiestas e indiscutibles, estaba sin embargo con los nervios de punta. La felicidad era para Usnelli un estado de suspensión, de esos que se han de vivir conteniendo la respiración. Desde que se había enamorado de Delia veía en peligro su cautelosa, avara relación con el mundo, pero no quería renunciar a nada ni de sí mismo ni de la felicidad que se le ofrecía. Ahora estaba alerta, como si cada grado de perfección que la naturaleza circundante alcanzaba —un decantarse del azul del agua, una transformación del verde de la costa en ceniciento, la aleta de un pez que asomaba justo allí donde era más lisa la superficie del mar—, sólo sirviera para preceder otro grado más alto, y así sucesivamente, hasta el punto en que la línea invisible del horizonte se abriera como una ostra revelando de pronto un planeta distinto o una palabra nueva.
Italo Calvino, La aventura de un poeta
en Los amores difíciles (relatos reunidos por el autor en 1970)
el cuento completo en Biblioteca Ignoria:
http://bibliotecaignoria.blogspot.com.ar/2012/03/italo-calvino-la-aventura-de-un-poeta.html
la foto la tomé con el celular sobre la autopista Buenos Aires - La Plata
(JMLB)
domingo, 5 de mayo de 2013
maldición eterna a quien lea estas páginas
- En seguida empecé a leer cosas por mi cuenta. Filosofía, Teología, cuanto más arrevesado el libro mejor. Me gustaban especialmente las frases largas y complicadas, con referencias a referencias de referencias. El tema no importaba, era el movimiento que adquiría, la lógica, la belleza, la arquitectura complicada, la estética, que me daban placer. Supongo que lo que estaba emergiendo era mi capacidad de gozar. Pero mamá me tiró todos los libros. Había un capítulo en "El Ser y la nada", de Sartre, titulado El Cuerpo. Creyó que era un libro pornográfico y lo tiró a la basura. Todo lo que ella no podía entender, y que a mí me daba placer, le resultaba sospechoso.
Manuel Puig, Maldición eterna a quien lea estas páginas
lunes, 8 de abril de 2013
una inmortalidad que dura apenas lo que dura el mundo
![]() |
Gustav Klimt, La vie et la mort, Huile sur toile, 178x198cm, 1916 |
Y yo llegué de noche a mi departamento después de acciones repulsivas, de camas infames y de cópulas con intelectuales corrompidas, borracho y semiloco de miedo a morirme sin haber vuelto a leer Sandokán y puteando a Dios y al género humano por puercos, y feos, y decepcionantes, pensando que todo lo que nace debiera ser inmortal, o no haber nacido, abjurando, como quien comete adulterio, de una inmortalidad que dura apenas lo que dura el mundo y ni un solo día más allá del juicio final o de la guerra atómica, llorando de risa por mí y por todos los cretinos hijos de perra que llaman belleza a lo que no es sino un estado, un minuto grotesco de un proceso de descomposición, haciéndome pis, en la figura del árbol de la puerta de mi casa, sobre la cabeza de todos los que escriben libros y pintan cuadros y componen sinfonías, y aman a una mujer, y suben las escaleras hacia sus departamentos dispuestos por una vez a acabar dignamente este asunto. Basta de papelerío. Al fuego con todo y uno por la ventana al medio del patio del vecino. Y sin embargo, no. Porque yo encendía la luz de mi pieza, Virginia, y ahora que lo escribo ya no sé si esto lo inventé o fue cierto, y te encontraba a vos; en cualquier parte. Sentada en cuclillas una noche, debajo de la mesa: recibiéndome sorpresivamente con un ladrido que por poco no me hace saltar realmente por la ventana, o escribiéndome una carta, acostada boca abajo en la cama. Una de aquellas cartas que luego nunca se atrevía a mostrarme, por su letra infantil y sus electrizantes faltas de ortografía. Y yo, en la historia, me reía entonces. Y uno, mientras está vivo y ama y tiene ideas, es inmortal, qué joder. Y mientras corre a una muchacha por la pieza para quitarle una carta, y ladra, o muge, y le recita el monólogo de Hamlet envuelto en una sábana o cantan juntos la Marcha de San Lorenzo hasta que viene la señora Magdalena a preguntar si uno se ha vuelto loco, uno es Dios.
Abelardo Castillo, Los Ritos (Cuentos Crueles)
lunes, 11 de marzo de 2013
La Sirena
Corren a lo
largo de los grandes ríos, desde las empalizadas de Buenos Aires hasta
la casa fuerte de Nuestra Señora de la Asunción, las noticias sobre los
hombres blancos, sobre sus victorias y sus desalientos, sus locos
viajes y la traidora pasión con que se matan unos a otros. Las conducen
los indios en sus canoas y pasan de tribu en tribu, internándose en los
bosques, derramándose por las llanuras, desfigurándose, complicándose,
abultándose. Las llevan las bestias feroces o curiosas: los jaguares,
los pumas, las vizcachas, los quirquinchos, las serpientes
pintarrajeadas, los monos, papagayos y picaflores infinitos. Y las
transmiten también en su torbellino los vientos contrarios: el del
sudeste, que sopla con olor a agua; el polvoriento pampero; el del
norte, que empuja las nubes de langostas; el del sur, que tiene la boca
dura de escarcha.
La
Sirena oyó hablar de ellos hace años, desde que aparecieron asombrando
al paisaje fluvial las expediciones de Juan Díaz de Solís y Sebastián
Caboto. Por verles abandonó su refugio de la laguna de Itapuá. A todos
les ha visto, como vio más tarde a quienes vinieron en la flota
magnífica de don Pedro de Mendoza, el fundador. Y ha crecido su
inquietud. Sus compañeros la interrogaban, burlones:
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
Y la Sirena se limitaba a mover la cabeza tristemente.
No,
no había encontrado. Se lo dijo al Anta de orejas de mula y hocico de
ternera que cría en su seno la misteriosa piedra bezoar; se lo dijo al
Carbunclo que ostenta en la frente una brasa; se lo dijo al Gigante que
habita cerca de las cataratas estruendosas y que acude a pescar en la
Peña Pobre, desnudo. No había encontrado. No había encontrado.
Ya
no regresó a la laguna de Itapuá. Nadaba perezosamente, semiescondida
por el fleco de los sauces, y los pájaros acallaban el bullicio para
oírla cantar.
Va
de un extremo al otro de los ríos patriarcales. No teme ni a los
remolinos ni a los saltos que levantan cortinas de lluvia transparente;
ni al rigor del invierno ni a la llama del estío. El agua juega con sus
pechos y con su cabellera; con sus brazos ágiles; con la cola de
escamas azules prolongada en tenues aletas caudales color del arco
iris. A veces se sumerge durante horas y a veces se tiende en la
corriente tranquila y un rayo de sol se acuesta sobre la frescura de su
torso. Los yacarés la acompañan un trecho; revolotean en torno suyo los
patos y las palomas llamadas apicazú, pero presto se fatigan, y la
Sirena continúa su viaje, río abajo, río arriba, enarcada como un
cisne, flojos los brazos como trenzas, y hace pensar en ciertas alhajas
del Renacimiento, con perlas barrocas, esmaltes y rubíes.
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
La mofa: ¿Has encontrado?
Suspira
porque presiente que nunca hallará. Los hombres blancos son como los
aborígenes: sólo hombres. Tienen la piel más fina y más clara, pero son
eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a un hombre. No puede amar a un
hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez.
Ahora
nada por el Río de la Plata, rumbo a la aldea de Mendoza. El Gigante le
ha referido que unos bergantines descendieron de Asunción, y por los
faisanes ha sabido que sus jefes se aprestan a despoblar a Buenos
Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y triste. Apenas han
transcurrido cinco años desde que el Adelantado alzó allí las chozas. Y
la destruirán.
En
la vaguedad del crepúsculo, la Sirena distingue los tres navíos que
cabecean en el Riachuelo. Más allá, en la meseta, arden los fuegos del
villorrio destinado a morir.
Se
aproxima cautelosamente. No ha quedado casi nadie en los bergantines.
Eso le permite acercarse. Nunca ha rozado como hoy con el pecho grácil
las proas; nunca ha mirado tan vecinas las velas cuadradas que tiemblan
al paso de la brisa.
Son
unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba
sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrededor de los
cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés,
advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, temerosa de ser
descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello negro, goteantes las
negras pestañas.
¿Es
un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo? O no... o no es un
hombre... El corazón le brinca. Vuelve a zambullirse. La noche lo cubre
todo. Únicamente fulgen en el cielo las estrellas frías y en la aldea
las fogaradas de quienes preparan el viaje. Han incendiado la nao que
hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y mujeres que
lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzan unos mugidos
sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la
desierta oscuridad.
Al amanecer prosigue la carga de los bergantines.
Partirán
hoy. En lo que fue Buenos Aires, sólo queda una carta con instrucciones
para quienes arriben al puerto, aconsejándoles cómo precaverse de los
indios y prometiéndoles el Paraíso en Asunción, donde los cristianos
cuentan con setecientas esclavas para servirles.
Las
naos remontan el río, entre las islas del delta. La Sirena las sigue a
la distancia, columpiándose en el vaivén de las estelas espumosas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?
Tuvo
que aguardar a la luz indecisa de la tarde para verle. No había
abandonado su puesto de vigía. Con un tridente en la derecha y una
rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual tironeaban los foques
al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como ella, de su
casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuerpo, pues el resto, de la
cintura a los pies, se transformaba en una ménsula adherida al barco.
Una barba rígida, triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente
una pequeña corona. Y así, medio hombre y medio capitel, todo él
moreno, soleado, estriado por las tormentas, parecía arrastrar el navío
al impulso de su torso recio.
La
Sirena ahogó un grito. Surgieron en la borda las cabezas de los
soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió tan hondo que sus manos se
enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear se llenó de
burbujas.
La
noche arma de nuevo sus tenebrosas tiendas, y la hija del Mar se
arriesga a arrimarse a la popa y a deslizarse hasta el bauprés,
eludiendo las manchas amarillas de los faroles encendidos. A su
claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las barbas
de dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.
La
Sirena le llama por lo bajo. Le llama y es tan suave su voz que los
animales nocturnos que rugen y ríen en la cercana espesura callan a un
tiempo.
Pero
el Mascarón de afilado tridente no contesta y sólo se escucha el
chapotear del agua contra los flancos del bergantín y la salmodia del
paje que anuncia la hora junto al reloj de arena.
Entonces
la Sirena comienza a cantar para seducir al impasible, y las bordas de
los tres navíos se pueblan de cabezas maravilladas. Hasta irrumpe en el
puente Domingo Martínez de Irala, el jefe violento. Y todos imaginan
que un pájaro está cantando en la floresta y escudriñan la negrura de
los árboles. Canta la Sirena y los hombres recuerdan sus caseríos
españoles, los ríos familiares que murmuran en las huertas, los
cigarrales, las torres de piedra erguidas hacia el vuelo de las
golondrinas. Y recuerdan sus amores distantes, sus lejanas juventudes,
las mujeres que acariciaron a la sombra de las anchas encinas, cuando
sonaban los tamboriles y las flautas y el zumbido de las abejas
amodorraba los campos. Huelen el perfume del heno y del vino que se
mezcla al rumor de las ruecas veloces. Es como si una gran vaharada del
aire de Castilla, de Andalucía, de Extremadura, meciera las velas y los
pendones del Rey.
El Mascarón es el único en quien no hace mella esa voz peregrina.
Y
los hombres se alejan uno a uno cuando cesa la canción. Se arrojan en
sus cujas o sobre los rollos de cuerdas, a soñar. Dijérase que los tres
bergantines han florecido de repente, que hay guirnaldas tendidas en
los velámenes, de tantos sueños.
La
Sirena se estira en el agua quieta. Lentamente, angustiosamente, se
enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra las tablas carcomidas.
Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender hacia el
Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe
a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de madera.
Ya aprieta su desesperación contra el tronco insensible.
Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados.
Le
abraza, le abraza y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca
lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente
se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre
el cuerpo esbelto del Mascarón.
Entonces
se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al
río, estrechados en una sola forma, y se hunden, inseparables, entre la
fuga plateada de los pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.
viernes, 18 de enero de 2013
la piel humana es la piedra filosofal
Pero aunque para la mayoría de la humanidad la cosa no estuviese clara
-ni siquiera para los tecnócratas-, sí lo estaba para él. Comprendía el
intento diabólico general, por lo menos, aunque perpetuamente se lo
hicieran olvidar. Hacía mucho tiempo que De Gaula había entendido eso
que los negadores del cuerpo siempre trataron que los hombres ignorasen:
la piel es el más sagrado de todos los kimonos; la piel humana es la piedra filosofal. Con ella -y sólo por su intermedio- la criatura terrenal se integra al Universo.
jueves, 20 de diciembre de 2012
la destrucción recién comienza allí cuando ves que todo es de los otros
![]() |
Santiago Caruso, Retrato del Delito |
"Construiremos Palacios de Invierno y terrazas con águilas de alas cruzadas, y vivir allí con Eurídice y él / ¿pero qué disparates estoy diciendo? Debo olvidar todas aquellas figuras de desgaste. Estoy en la Tecnocracia para trabajar. A delirar, sí, pero de otra manera. Terminar con los laberintos anti-Mozart que se superponen con el mío dando una sucesión de ceros. ¿Quién soy yo? ¿La playa de la joda? ¿El punto donde golpean todos los vientos? Me cansé de ser tomado como la parte indispensable de la cuchufleta en la cual todos se refocilan."
(...)
la destrucción recién comienza allí cuando ves que todo es de los otros, definitivamente.
(...)
la destrucción recién comienza allí cuando ves que todo es de los otros, definitivamente.
la obra plástica es Retrato del Delito, de Santiago Caruso
domingo, 16 de diciembre de 2012
Matar a un perro
Matar a un perro
por Samanta Schweblin
El Topo dice: nombre, y yo contesto. Lo esperé en el lugar indicado y me pasó a buscar en el Peugeot que ahora conduzco. Acabamos de conocernos. No me mira, dicen que nunca mira a nadie a los ojos. Edad, dice, cuarenta y dos, digo, y cuando dice que soy viejo pienso que él seguro tiene más. Lleva unos pequeños anteojos negros y debe ser por eso que le dicen el Topo. Me ordena conducir hasta la plaza más cercana, se acomoda en el asiento y se relaja. La prueba es fácil pero es muy importante superarla y por eso estoy nervioso. Si no hago las cosas bien no entro, y si no entro no hay plata, no hay otra razón para entrar. Matar a un perro a palazos en el puerto de Buenos Aires es la prueba para saber si uno es capaz de hacer algo peor. Ellos dicen: algo peor, y miran hacia otro lado, como si nosotros, la gente que todavía no entró, no supiéramos que peor es matar a una persona, golpear a una persona hasta matarla.
sábado, 17 de noviembre de 2012
la vida es célebre, o no sirve para un carajo
El Príncipe propuso entonces, ahora que estaban todos reunidos, una cierta celebración con motivo de aquel feliz naufragio. El capitán estuvo de acuerdo. La vida es una entera travesía, se erraba desde el nacimiento, ese puertito de luces tan recogido, tan breve, suceso pequeño, como todo lo que viene después. Él había cruzado y recruzado mil veces aquellas aguas y ahora, ¿dónde estaba el camino? ¿Qué se hizo del Vasco Pantoja que conoció de niño, barco que amó? Lo soñaba con capitán y todo, el Barbas Gianelli, que le enseñó el primer nudo marinero, el doble cote. Y bien, un día pisó la cubierta y otro fue capitán y el Barbas ya viejo, ya niño, lo venía a ver partir, lo aguardaba al llegar, hasta que otro de otros días lo trajeron en una silla de paja, aprovechando el solcito de la tarde, y él zarpó de gusto y navegó empavesado a la vista del viejo. Uno es historia. ¿Qué hay para adelante? Caminos... Por ese tiempo ya hacía la carrera a Arenales en el Fierabrás, grandeza de barco. ¿Dónde está ahora? No era para olvidar, ni era para morir. Lo comandaba aquel galés cimarrón, don Einion Jones, que había nacido capitán. Sucedió también, tan fuerte que era, majestuoso. Los dos sucedieron. Él ya sucedía entretanto. Todo sucede. La vida es un barco más o menos bonito. ¿De qué sirve sujetarlo? Va y va. ¿Por qué digo esto? Porque lo mejor de la vida se gasta en seguridades. En puertos, abrigos y fuertes amarras. Es un puro suceso, eso digo. ¿Eh, señor Mascaró? Por lo tanto conviene pasarla en celebraciones, livianito. Todo es una celebración.
Alzó la jarra y bebió.
(...)
Mascaró se volvió por primera vez. Levantó una mano, aprobó.
- La vida es célebre, de cualquier tamaño, o no sirve para un carajo.
domingo, 21 de octubre de 2012
temblando por dentro
Fred Calmets, Couchée Face bleue, 195 cm x 130 cm, 2011, ©
"En el fondo yo siempre estaba pensando en el futuro. Pensaba tanto que el presente había llegado a ser parte del futuro, la parte más extraña.
(...)
A veces escuchaba un sonido raro que cruzaba la oscuridad como una raya de tiza, y Maciste decía que era el graznido de un halcón que vivía en una casa abandonada del barrio, aunque yo nunca he sabido de un halcón que viviera en una gran ciudad, pero en Roma pasan estas cosas, cosas raras que por ese entonces escapaban de mi entendimiento pero que yo aceptaba con una naturalidad que hoy me sorprende y a veces me repele: una naturalidad estremecida, como si ser delincuente entrañara estar siempre temblando por dentro, como si ser delincuente llevara aparejada una sensación de culpa y de gozo inmensos, entremezclados
(...) tal era el poder de convicción o de convencimiento o de disuasión que mis gestos habían adoptado.
Un poder casi sobrenatural, llegué a pensar alguna vez (aunque acto seguido me burlaba de estos pensamientos), que obligaba a callar a seres de común charlatanes, como el boloñés, o que convertía en tumbas a seres silenciosos como el libio, un poder que dejaba de golpe sin preguntas a seres carcomidos por la curiosidad, que instauraba un espacio de silencio y oscuridad artificiales donde yo podía llorar y retorcerme de dolor, porque lo que hacía no me gustaba, pero también donde podía acabar todas las veces que quisiera y donde podía caminar (o palpar la superficie de la realidad con la yema de mis dedos) sin hacerme ninguna ilusión, sin engañarme, no conociendo el significado de todo pero sí conociendo el resultado final de todo, sabiendo por qué las cosas están donde están, con un grado de lucidez que ya no he vuelto a poseer aunque a veces la adivino allí, agazapada en mi interior, reducida, desmembrada, por suerte para mí, pero aún en mi interior."
palabras de Bianca en el capítulo trece de
una novelita lumpen, de Roberto Bolaño
(la pintura es de Fred Calmets, pueden ver más trabajos en BOUMBANG)
(la pintura es de Fred Calmets, pueden ver más trabajos en BOUMBANG)
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