jueves, 24 de abril de 2014

En la cuerda floja - Paul Auster





La primera vez que vi a Philippe Petit fue en 1971. Paseaba por el boulevard Montparnasse, en París, cuando me encontré con una multitud silenciosa formando un círculo en la acera. Era evidente que en el interior de aquel círculo sucedía algo, y quise saber qué era. Me abrí paso entre varios espectadores, me puse de puntillas y logré ver a un hombre pequeño en el centro. Toda su ropa era negra: zapatos, pantalones, camisa e incluso el aplastado gorro de seda que llevaba en la cabeza. El pelo que sobresalía del sombrero era rubio rojizo y la cara que había debajo era tan pálida, tan desprovista de color, que al principio creí que estaba pintada de blanco.
El joven hacía juegos malabares, montaba en monociclo, realizaba pequeños trucos de magia. Hacía juegos malabares con pelotas de goma, con palos de madera y antorchas encendidas, tanto de pie como sentado en su vehículo de una sola rueda, pasando de una cosa a otra sin interrupciones. Para mi sorpresa, lo hacía todo en silencio. Había dibujado un círculo de tiza en la acera, y mientras evitaba rigurosamente que los espectadores penetraran en ese espacio con un persuasivo gesto de mimo, desarrollaba su actuación con tal energía e inteligencia que era imposible dejar de mirarlo.
A diferencia de otros artistas callejeros, no actuaba para la multitud; más bien, parecía que permitía al público seguir el curso de sus pensamientos, como si nos hiciera partícipes de una profunda e inexpresada obsesión. Sin embargo, en sus actos no había nada personal; todo parecía revelarse de forma metafórica, en una sola etapa, valiéndose del medio del espectáculo. Realizaba sus juegos malabares con meticulosidad y concentración, como si mantuviera una conversación consigo mismo. Elaboraba las combinaciones más complejas —complicadas figuras matemáticas, arabescos de absurda belleza— pero sus gestos conservaban toda la sencillez posible. Oscilaba entre el papel de demonio y el de payaso y producía una fascinación hipnótica. Nadie decía una palabra. Era como si con su propio silencio exigiera silencio a los demás. La multitud lo observaba, y al final de la actuación, todo el mundo le dejaba monedas en el sombrero. Yo nunca había presenciado algo igual.
Volví a ver a Philippe Petit varias semanas después. Era tarde —tal vez la una o las dos de la madrugada— y caminaba por un muelle del Sena, cerca de Notre-Dame. De repente, vislumbré a varios jóvenes que se movían con rapidez en la oscuridad al otro lado de la calle. Llevaban cuerdas, cables, herramientas y pesados bolsos. Curioso, como de costumbre, mantuve el ritmo de su marcha en la acera de enfrente y entonces reconocí a uno de ellos como el malabarista del boulevard Montparnasse. De inmediato supe que iba a suceder algo, aunque no podía imaginar qué.
Al día siguiente, encontré la respuesta en la primera página del lnternational Herald Tribune. Un hombre joven había colocado una cuerda entre las torres de la catedral de Notre-Dame y había caminado, hecho malabares y bailado sobre ella durante tres horas, asombrando a la multitud que lo observaba desde abajo.


Nadie sabía cómo había logrado amarrar la cuerda ni cómo había conseguido eludir la atención de las autoridades. Al regresar al suelo, había sido arrestado, acusado de alterar la paz y de varias ofensas más. Gracias a aquel artículo me enteré de su nombre: Philippe Petit. No tenía la menor duda de que él y el malabarista que yo había visto eran la misma persona.
Esta aventura en Notre-Dame me causó una gran impresión y seguí recordándolo durante los años siguientes. Cada vez que pasaba junto a Notre-Dame, evocaba la fotografía del periódico: una cuerda casi invisible extendida entre las enormes torres de la catedral, y allí, justo en el medio, como si estuviera suspendido en el aire por arte de magia, una minúscula figura humana, un punto vivo contra el fondo del cielo. Me resultaba imposible no añadir la evocación de esta imagen a la catedral que se alzaba ante mi vista, como si aquel viejo monumento parisiense, construido tantos años antes para honrar a Dios, se hubiera transformado en otra cosa; pero ¿En qué? Era difícil saberlo, quizás en algo más humano, como si sus piedras llevaran ahora la marca del hombre. Y sin embargo, no había una verdadera marca; yo la había trazado con mi propia mente y existía sólo en mi memoria. Pero, pese a todo, se trataba de una prueba irrefutable: mi percepción de París había cambiado, ya no lo veía del mismo modo.
Por supuesto, caminar sobre una cuerda a tanta distancia del suelo es algo extraordinario. La escena nos produce una emoción casi palpable. De hecho, mucha gente desearía poseer el valor y la habilidad necesarios para hacerla. Sin embargo, el arte del equilibrista nunca se ha tomado en serio. Como suele ser un espectáculo circense, se le asigna automáticamente un carácter marginal. Después de todo, el circo está dedicado a los niños, ¿Y qué saben los niños del arte? Los adultos tenemos mejores cosas en que pensar. Existe el arte de la música, el de la pintura, el de la escultura, el de la poesía, el de la prosa, el del teatro, el de la danza, el de la cocina, incluso el arte de vivir. Pero ¿Y el arte del equilibrismo? La sola expresión parece irrisoria. Si por casualidad la gente se detiene a pensar en el equilibrismo, suele calificarlo como una forma menor de atletismo.
También existe el problema de la promoción. Me refiero a los ridículos despliegues de habilidad, a la vulgar autopropaganda, a la necesidad de publicidad que nos rodea. Vivimos en una época en que la gente parece dispuesta a cualquier cosa para llamar la atención y el público acepta este hecho, confiriendo fama o celebridad a cualquiera lo suficientemente valiente para intentarlo. Como regla general, cuanto más arriesgado es el acto, mayor es el reconocimiento. Cruce el océano en una bañera, esquive cuarenta barriles en llamas montado en motocicleta, arrójese al East River desde el puente de Brooklyn y su nombre saldrá en los periódicos y tal vez le hagan una entrevista o lo inviten a dar una charla. La necedad de estas bufonadas resulta obvia. Prefiero dedicar mi tiempo a mirar a mi hijo montar en bicicleta, aunque aún lleve ruedecitas de entrenamiento.
Sin embargo, el peligro es una parte inherente al equilibrismo. Cuando un hombre camina sobre una cuerda a cinco centímetros del suelo, no respondemos del mismo modo que si lo hace a cincuenta metros de altura. Pero el peligro es sólo una característica del acto. A diferencia del especialista en hazañas arriesgadas, cuyo espectáculo está destinado a enfatizar el peligro, a mantener en vilo al público con una anticipación casi sádica del desastre, el buen equilibrista intenta ahuyentar la idea de la muerte con la belleza del acto que realiza sobre la cuerda y logra que el espectador olvide los riesgos. Con un mínimo de recursos, en un escenario de menos de dos centímetros de profundidad, la función del equilibrista es crear una sensación de libertad infinita. Malabarista, bailarín, acróbata, interpreta en el cielo los actos que otros hombres se contentarían con realizar en el suelo. La intención es al mismo tiempo forzada y perfectamente natural y, en el fondo, su encanto reside en su absoluta inutilidad. Tengo la impresión de que ningún arte enfatiza con semejante claridad el profundo impulso estético que tenemos todos. Cada vez que vemos a un hombre caminar sobre una cuerda, una parte de nosotros está allí arriba con él. A diferencia de los espectáculos de otras artes, la del equilibrismo es directa, simple, no necesita mediadores y no requiere ninguna explicación. El arte es el propio acto, una más pura configuración. Y si encontramos alguna belleza en él, es por el placer que experimentamos al contemplarlo.
Otra cosa que me conmovió del espectáculo de Notre-Dame fue su carácter clandestino. Con la misma escrupulosidad de un ladrón de bancos que planea un golpe, Philippe había preparado su acto en secreto. Nada de conferencias de prensa, publicidad o carteles. La pureza del espectáculo era impresionante, porque ¿Qué esperaba ganar con él? Si la cuerda se hubiera roto o hubiera habido algún fallo en su instalación, habría muerto. Por otra parte, ¿Qué ventajas le traería el éxito? Era obvio que no había ganado dinero con su aventura y ni siquiera había intentado capitalizar aquel breve momento de gloria. Cuando todo acabó, el único resultado tangible de su hazaña fue una breve estancia en una prisión parisiense.
¿Por qué lo hizo? Creo que por la sencilla razón de deslumbrar al mundo con lo que era capaz de hacer. Después de contemplar su austera y turbadora actuación en la calle, supe por intuición que sus motivos no coincidían con los de otros hombres, ni siquiera con los de otros artistas. Con una ambición y una arrogancia proporcional a la inmensidad del cielo, e imponiéndose a sí mismo las más estrictas exigencias, simplemente pretendía hacer lo que era capaz de hacer.
Después de cuatro años en París, regresé a Nueva York en julio de 1974. No supe nada de Philippe Petit durante mucho tiempo, pero el recuerdo de lo ocurrido en París siguió fresco, era una parte permanente de mi mitología interior. Entonces, un mes después de mi regreso, Philippe volvió a aparecer en las noticias, esta vez en Nueva York, con motivo de su célebre caminata entre las torres del World Trade Center. Me alegró saber que Philippe conservaba sus sueños, me hizo sentir que había elegido el momento adecuado para regresar. Nueva York es una ciudad más generosa que París y la gente respondió con entusiasmo a su hazaña. Sin embargo, igual que con la aventura de Notre-Dame, Philippe se mantuvo fiel a su visión. No intentó aprovechar su flamante fama y logró resistir las groseras tentaciones que América siempre está dispuesta a ofrecer. No publicó ningún libro, no hizo ninguna película ni se puso en manos de un empresario. El hecho de que no se enriqueciera a expensas del acto en el World Trade Center era tan insólito como el propio espectáculo; pero la prueba estaba a la vista de todos los neoyorquinos: Philippe continuaba ganándose la vida haciendo juegos malabares en la calle.
La calle era su escenario principal y aún hoy se toma sus actuaciones allí tan en serio como su trabajo de equilibrista. Su carrera comenzó muy pronto. Nacido en una familia francesa de clase media en 1949, aprendió magia solo a los seis años, juegos malabares a los doce y equilibrismo unos años más tarde. Mientras tanto, mientras se entregaba a actividades tan diversas como equitación, alpinismo, pintura y carpintería, logró hacerse expulsar de nueve colegios. A los dieciséis años comenzó un período de viajes constantes alrededor del mundo, actuando como malabarista callejero en Europa occidental, Rusia, India, Australia y Estados Unidos. «Aprendí a vivir de mi ingenio», ha dicho de esos años. «Ofrecía espectáculos de malabarismo en todas partes y para todo el mundo, viajando alrededor del mundo como un trovador con mi viejo saco de piel. Aprendí a huir de la policía en mi monociclo. Pasé más hambre que un lobo; aprendí a controlar mi vida.»
Pero Philippe ha concentrado sus mayores ambiciones en el equilibrismo. En 1973, apenas dos años después de la caminata de Notre-Dame, ofreció otro espectáculo clandestino en Sydney, Australia: extendió su cuerda entre las torres de Harbour Bridge, el puente arqueado de acero más grande del mundo. Después de la caminata en el World Trade Center en 1974, cruzó las Great Falls de Paterson, Nueva Jersey, apareció en televisión andando entre los chapiteles de la catedral de Laon, Francia, e incluso cruzó el estadio Superdome, en Nueva Orleans, en presencia de 80.000 personas. Este último acto tuvo lugar apenas nueve meses después de una caída desde una cuerda inclinada a trece metros de altura, a consecuencia de la cual sufrió fractura de cadera y de varias costillas, hundimiento de pulmón y aplastamiento de páncreas.
Philippe también ha trabajado en el circo. Durante un año constituyó la atracción estelar de los Ringling Brothers Barnum and Bailey y de vez en cuando ha trabajado como artista invitado en The Big Apple Circus de Nueva York. Pero el circo tradicional nunca ha sido el sitio adecuado para el talento de Philippe y él lo sabe. Es un artista demasiado solitario y original para encajar en el restringido mundo de las carpas circenses. Él concede mucha más importancia a sus planes para el futuro: cruzar las cataratas del Niágara, caminar desde el techo del teatro de la ópera de Sydney a lo alto del puente Harbour, un trayecto inclinado de más de ochocientos metros. Como él mismo explica: «No es cuestión de récords o de riesgos. Toda mi vida he buscado los sitios más asombrosos para cruzar —montañas, cataratas, edificios—. Y aunque los lugares más hermosos resulten ser los más largos y peligrosos, yo no los he elegido por eso. Lo que me interesa es el espectáculo, el acto, ese hermoso gesto.»
Cuando por fin conocí a Philippe en 1980, me di cuenta de que la idea que me había hecho de él era acertada. No era un temerario o un especialista en actos arriesgados, sino un artista que podía hablar de su obra con inteligencia y humor. Como me dijo aquel día, no quería que la gente pensara en él como en otro «acróbata estúpido». Habló sobre los textos que había escrito —poemas, relatos sobre sus aventuras en Notre-Dame y el World Trade Center, guiones de cine, un pequeño libro sobre equilibrismo— y yo le dije que me interesaba verlos. Varios días después, recibí por correo un voluminoso paquete de manuscritos. Una nota explicaba que estos textos habían sido rechazados por dieciocho editoriales distintas en Francia y Estados Unidos. Esto no me pareció un obstáculo. Le dije a Philippe que haría todo lo posible para encontrarle un editor y le prometí encargarme de la traducción en caso necesario. Después del placer que me habían proporcionado sus actuaciones en la calle y en la cuerda, era lo menos que podía hacer por él.
Creo que On the Hígh-Wíre es un libro notable. No sólo constituye el primer estudio sobre el equilibrismo, sino que es también un testamento personal. En él se aprende el arte y la ciencia del equilibrismo, el lirismo y las exigencias técnicas de esta actividad. Sin embargo, no debe considerárselo como un libro de enseñanzas prácticas, como un manual de instrucciones. El equilibrismo no se enseña, es algo que uno aprende por sí mismo. Desde luego, alguien que tuviera serias intenciones de dedicarse a esto, jamás recurriría a un libro.
El libro, por lo tanto, es una especie de parábola, un viaje espiritual en forma de tratado. En él, uno siente la presencia del propio Philippe: son su cuerda, su arte, su personalidad los que inspiran el texto. En definitiva, nadie encuentra un sitio en él. Quizás ésta sea la lección más importante del tratado: el equilibrismo es un arte solitario, una forma de abordar la propia vida desde el rincón más oscuro y secreto del yo. Si se lee con atención, el libro se transforma en la historia de una búsqueda, en un relato ejemplar de las ansias de perfección del hombre. En este sentido, está más relacionado con la vida interior que con el equilibrismo. Tengo la impresión de que alguien que haya intentado hacer algo bien, cualquiera que haya hecho sacrificios por un arte o una idea, no tendrá problemas en comprenderlo.
Hasta hace dos meses, nunca había presenciado un acto de equilibrismo de Philippe al aire libre. Sólo había visto una o dos actuaciones en el circo y por supuesto películas y fotografías de sus hazañas, pero ninguna caminata en la cuerda en vivo y al aire libre. Por fin tuve oportunidad de hacerla durante la reciente ceremonia de inauguración de la catedral de Saint John the Divine, en Nueva York. Después de una pausa de varias décadas, iban a reiniciar la construcción de la torre de la catedral. Como una especie de homenaje a los equilibristas de la Edad Media —el joglar de la época de las grandes catedrales francesas—, Philippe había concebido la idea de extender un cable de metal desde un edificio de apartamentos en la avenida Amsterdam a lo alto de la catedral, al otro lado de la calle, un trayecto inclinado de varios centenares de metros. Iría de un extremo al otro y luego ofrecería una llana de plata que sería usada para colocar la primera piedra en la torre.
Los discursos preliminares se prolongaron durante mucho tiempo. Los dignatarios se incorporaron uno tras otro para hablar de la catedral y del acontecimiento histórico que iba a tener lugar. Sacerdotes, funcionarios municipales, el ex secretario de Estado Cyrus Vance, todos pronunciaron discursos. Una gran multitud se había congregado en la calle, sobre todo escolares y gente del vecindario, y era evidente que la mayoría habían venido a ver a Philippe. Mientras se sucedían los discursos, la multitud murmuraba y se movía con impaciencia. El tiempo de finales de septiembre se presentaba amenazador: el cielo era desapacible, de color gris pálido, el viento comenzaba a soplar y unas cuantas nubes de lluvia se agrupaban a lo lejos. Si los discursos se prolongaban mucho, habría que cancelar el acto.
Por fortuna, el tiempo se mantuvo estable y por fin le llegó el turno a Philippe. Despejaron el área de abajo del cable, de modo que los que un momento antes ocupaban el escenario se vieron obligados a trasladarse a un lado con el resto del público. El sentido democrático de esa exigencia me complació. Por casualidad, me encontré pegado a Cyrus Vance en la escalinata de la catedral. Yo con mi desgastada chaqueta de piel, y él con su impecable traje azul; pero eso no parecía tener importancia, estaba tan emocionado como yo. Me di cuenta de que en cualquier otro momento me habría sentido cohibido al estar junto a un personaje tan importante, pero en esa ocasión no fue así.
Hablamos del equilibrismo y de los peligros que Philippe tendría que afrontar. Él parecía estar sinceramente maravillado por la escena y no dejaba de alzar la vista hacia el cable, como yo y los cientos de niños que nos rodeaban. Fue entonces cuando comprendí los aspectos más importantes del equilibrismo: nos reduce a todos a la condición de simples seres humanos. Un secretario de Estado, un poeta, un niño: nos vimos iguales unos a otros y, por consiguiente, parte unos de otros.
Una banda de vientos interpretó una fanfarria renacentista desde algún lugar invisible detrás de la fachada de la catedral y Philippe apareció en el techo del edificio del otro lado de la calle. Iba vestido con un atuendo medieval de raso blanco y el badilejo de plata colgaba de la faja que llevaba a la cintura. Saludó a la multitud con un elegante y enérgico gesto, cogió firmemente con las dos manos su barra de equilibrio y comenzó su lento ascenso sobre el cable. Yo sentí que caminaba con él, paso a paso, y poco a poco las alturas parecieron volverse habitables, humanas, llenas de dicha. Philippe dobló una rodilla y volvió a saludar a la multitud, hizo equilibrio sobre un solo pie, se movió con gestos estudiados y majestuosos, rezumando confianza. De repente llegó a un punto tan lejano de la salida que mi vista perdió contacto con todas las referencias exteriores: el edificio de apartamentos, la calle, el resto de la gente. Estaba casi en línea recta sobre mi cabeza, y cuando me incliné hacia atrás para contemplar el espectáculo, sólo pude ver el cable, Philippe y el cielo. No había nada más. Un cuerpo blanco contra un cielo casi blanco, como si fuera completamente libre. La pureza de aquella imagen resplandeció en mi mente y sigue allí en la actualidad, totalmente presente.
En ningún momento del acto pensé que pudiera caerse. El riesgo, el temor a la muerte, la catástrofe no formaban parte del espectáculo. Philippe había asumido total responsabilidad por su propia vida y yo sentía que nada podría alterar esa resolución. El equilibrismo no es un arte mortal, sino un arte vital, de una vida vivida con plenitud; lo que equivale a decir que la vida no se esconde de la muerte, sino que la mira directamente a los ojos. Cada vez que Philippe se sube a una cuerda, toma posesión de esa vida y la vive en toda su regocijante inmediatez, en toda su dicha.
Ojalá viva hasta los cien años.

1982


En Experimentos con la verdad
Traducción de María Eugenia Ciocchini
Imagen: © Francesco Acerbis/Corbis

FUENTE: http://bibliotecaignoria.blogspot.com/2012/07/paul-auster-en-la-cuerda-floja.html

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