martes, 14 de noviembre de 2023

sin sobresalto alguno el corazón ocupa su lugar - María Zambrano

no entender es un don - Clarice Lispector

“No entiendo. Esto es tan vasto que supera cualquier entender. Entender es siempre limitado. Pero no entender puede no tener fronteras. Siento que soy mucho más completa cuando no entiendo. No entender, del modo en que lo digo, es un don. No entender, pero no como un simple de espíritu. Lo bueno es ser inteligente y no entender. Es una bendición extraña, como tener locura sin ser demente. Es un manso desinterés, es una dulzura de estupidez. Sólo que de vez en cuando viene la inquietud: quiero entender un poco. No demasiado: pero por lo menos entender que no entiendo”. Descubrimientos, Clarice Lispector, Adriana Hidalgo.

los tres pequeños equilibrios - Ricardo Capellano

 

Microartículo 58 (apuntes sobre composición 7)
Los tres pequeños equilibrios a lograr en composición son: la fluidez del movimiento sonoro en la inestabilidad del espacio acústico (cómo), la expresividad de las tensiones entre materiales creativos y lenguajes (qué) y la canalización comunicativa de las ansiedades que produce el hábitat escénico (por qué).
El equilibrio grande es saber ¿Para qué? Es decir: el concepto integral, el sentido estructural de la obra. Esa unidad estética que vamos descubriendo y comprendiendo cuando componemos e, inclusive, donde comunicamos.


https://cmfalla-caba.infd.edu.ar/sitio/ricardo-capellano/

La inteligencia no es lo que sabemos, sino lo que hacemos cuando no sabemos - Jean Piaget

La inteligencia no es lo que sabemos, sino lo que hacemos cuando no sabemos


Equilibrio es sinónimo de actividad

Jean Piaget

tensiones entre el conflicto y el equilibrio - Ricardo Capellano

   Me gusta pensar que desde las tensiones entre el conflicto y el equilibrio emerge una sustancia que nutre el interior de la música.
   Y sé que esa sustancia transforma al lenguaje en discurso musical. Es su sentido, su pulsación, su respiración, su intimidad comunicativa, su singularidad. Su distinción.
   Ese emerger no es casual o mágico, es la consecuencia del diseño dramático del movimiento expresivo de las sonoridades en el espacio acústico y en la dinámica temporal de los momentos.
   Es decir que al ser imaginada y realizada, esa sustancia requiere ser comprendida en profundidad por el compositor. Porque es la esencia de la construcción de un presente escénico único e irrepetible. Por eso es estructural.
   Varios responsables o dueños de salas me han preguntado ¿Por qué camino tanto, ida y vuelta, por los pasillos de camarines o en pequeños patios o habitaciones, antes de comenzar un concierto?
   No es sólo impaciencia.
   Pienso en la música que voy a tocar y, fundamentalmente, en la sustancia que la va a mover.
   Luego, la escena y la función expresiva de transformar esa esencia en la interacción comunicativa.
   Crear un presente, único e irrepetible, para la música compuesta, implica improvisar sobre esa estructura, no necesariamente sobre el lenguaje.
   Modelar, una y otra vez, sustancia, es la virtud de lo escénico.
                                                                                                   RC (abril de 2019)

martes, 31 de octubre de 2023

nos hemos entregado a la historia que está siendo contada - Rebecca Solnit

 

algo en este fragmento me habla de la actuación allí donde me interesa y me interpela:
"(...) Esos momentos parecen significar que nos hemos entregado a la historia que está siendo contada y nos dejamos llevar por la línea de esa historia, más que estar intentando contarla nosotras mismas, con nuestras voces pequeñas, discutiendo y rebelándonos contra el destino, la naturaleza, los dioses."

Rebecca Solnit, 'Una guía sobre el arte de perderse'

el grupo como valor - Macarena Trigo

"Lo peor del teatro es que necesitás gente", le hago decir a un personaje, sabiendo que el teatro es uno de los pocos lugares donde las personas me interesan. Hace años entendí que el teatro solo accidentalmente me hizo actriz o directora, pero sin duda, me hizo persona. Mucho de lo poco bueno que soy es gracias al teatro y no me canso de repetirlo. La responsabilidad, el juego, la libertad, las normas que facilitan un quehacer, la posibilidad de romperlas, el respeto por los otros, sus cuerpos e ideas, la reconciliación con mi propia y perturbada anatomía, la escucha, la generosidad, la capacidad de atención, la entrega, la puntualidad, la solidaridad bien ejercida, el valor de la palabra, el descubrimiento de otras formas de hacer, ser y estar... Todo eso vino ahí. Tuve la suerte de mamarlo desde muy chica. Telón de Azúcar, Cruz García, fueron quienes sembraron en mí un profundo entendimiento del grupo como valor. Para trabajar es imprescindible aprender a armar grupos, entender que no hay dos (talleres, elencos, proyectos, laboratorios... ) iguales. Observarlos en conjunto y a cada uno de sus miembros por separado. Dejar que se equivoquen, que confiesen sus miedos, que se rían. Escucharlos. Respirar a sus distintos ritmos. No hay manual, no hay nada que repetir. Es un lugar de exposición y entrega donde la defensa no aplica. Los elementos ajenos al grupo siempre caen. El núcleo prevalece y fortifica. Crece(n). Te hacen crecer. Hay un ida y vuelta constante, una mutua compañía impagable que implica no solo un aprendizaje sino un reconocimiento tácito. Los grupos de trabajo comparten un amor efímero pero intenso, un punto de vista poético, una coordenada espacio temporal única y privilegiada. Eso vincula de una forma insólita y desmedida. Por eso todo esto muchas veces se parece demasiado al amor. En lo bueno y en lo peor. En fin. Gracias a todos mis grupos. Ya se saben.

empezás a estar donde estás - Grotowski

 

Grotowski:
“En el Teatro de las Fuentes, una de las acciones más ordinarias es sólo una manera de caminar en la que, a través de ritmos diferentes (más lentos o más rápidos) de los de la vida habitual, rompe el tipo de caminata que está dirigida hacia un fin. Normalmente, nunca estás allí donde estás porque en tu mente ya estás en el lugar hacia el cual estás yendo, como en el tren visualizando únicamente la próxima estación, pero si cambiás tu ritmo (esto es algo muy difícil de explicar pero puede ser practicado), si por ejemplo adoptás un ritmo extremadamente lento, tan lento que prácticamente estás detenido… entonces al principio puede que te sientas muy irritado, cuestionador, vomitando pensamientos, pero después de unos momentos, si estás realmente atento, algo cambia. Empezás a estar donde estás.”

En estas descripciones se observan los efectos que un cambio en el ritmo (o tempo) puede tener en la conciencia, asociando la experiencia de la conciencia-cotidiana con el ritmo habitual de la caminata.

PERO OJO  estar aquí ahora, a la escucha, no es necesariamente un cámara lenta. Estamos plenamente en un aquí y ahora alerta que escucha y reacciona en el muy veloz movimiento que utilizamos para cruzar una calle por donde circulan muchos autos, por ejemplo.

domingo, 1 de octubre de 2023

EL DELIRIO — EL DIOS OSCURO

 


EL DELIRIO — EL DIOS OSCURO

Brota el delirio al parecer sin límites, no sólo del corazón humano, sino de la vida toda y se aparece todavía con mayor presencia en el despertar de la tierra en primavera, y paradigmáticamente en plantas como la yedra, hermana de la llama, sucesivas madres que Dionysos necesitó para su nacimiento siempre incompleto, inacabable. Y así nos muestra este dios un padecer en d nacimiento mismo, un nacer padeciendo. La madre, Semelé, no dio de sí para acabar de darlo a la luz nacido enteramente. Dios de incompleto nacimiento, del padecer y de la alegría, anuncia el delirio inacabable, la vida que muere para volver de nuevo. Es el dios que nace y d dios que vuelve. Embriaga y no sólo por el jugo de la vid, su símbolo sobre todos, sino ante todo por sí mismo. La comunicación es su don. Y antes de que ese su don se establezca hay que ser poseído por él, esencia que se transfunde en un mínimo de sustancia y aun sin ella, por la danza, por la mímica, de la que nace el teatro; por la representación que no es invención, ni pretende suplir a verdad alguna; por la representación de lo que es y que sólo así se da a conocer, no en conceptos, sino en presencia y figura; en máscara que es historia. Signo del ser que se da en historia. La pasión de la vida que irremediablemente se vierte y se sobrepasa en historia. Y que se embebe sólo en la muerte. El dios que se derrama, que se vierte siempre, aun cuando en los «Ditirambos» se de en palabras. Las palabras de estos sus himnos siguen teniendo grito, llanto y risa al ser expresión incontenible. Expresión que se derrama generosa y avasalladoramente.


María Zambrano, Claros del Bosque

imange: Abel Techer

lunes, 25 de septiembre de 2023

se trataba de saberse él, él mismo - María Zambrano

La Esfinge mitológica ante la que Edipo se vio en un instante, ante ella, ante su pregunta, que tan sabiamente contestó, mas sin caer en la cuenta de que su respuesta de nada le valía, de que su saber se refería tan solo a algo general - <<el hombre>> dijo, como se sabe- mas que se trataba de saberse él, él mismo, enlo escondido de su ser. Y así siguió de escondido hasta, que sin valimiento alguno se vio al descubierto. Y apenas había nacido,  apenas despertado. La verdad tan solo se da, sin temor y con temor a la vez, con temor siempre, al que se queda palpitando, inerme ante ella, <<toda ciencia trascendiendo>>. Y al reencontrarse así con ella, ya no teme, pues que no está ante ella; va con ella y la sigue; sigue a la verdad que es lo que ella pide.

María Zambrano 
en claros del bosque

martes, 28 de marzo de 2023

sólo mirar el movimiento - Deleuze Guattari

 



La percepción ya no estará en la relación entre un sujeto y un objeto, sino en el movimiento que sirve de límite a esa relación, en el período que va asociado a ella. La percepción se verá confrontada a su propio límite; estará entre las cosas, en el conjunto de su propio entorno, como la presencia de una haecceidad en otra, la aprehensión de la una por la otra o el paso de la una a la otra: sólo mirar los movimientos.

Deleuze-Guattari en Mil Mesetas , Capitalismo y Esquizofrenia

imagen: Lars Elling 



Haecceitas (del latín haecceitas, el cual traduce "esencia") es un término de la filosofía escolástica medieval, acuñado por los seguidores de Juan Duns Scoto (1266-1308) para describir un concepto que denota las calidades discretas, propiedades o características de una cosa que lo hace una cosa particular. Haecceitas es la "estidad" de una persona u objeto, la diferencia individualizadora que existe entre el concepto de "un hombre" (no totalmente concreto) y el concepto "Sócrates" (una persona concreta).1​ Haecceitas es una traducción literal del término equivalente en griego a ti esti (τὸ τί ἐστι) o "lo que (eso) es."2

miércoles, 22 de marzo de 2023

La práctica de detenerse - Thich Nhat Hanh

 

Thich Nhat Hanh - La práctica de detenerse


Thich Nhat Hanh - La práctica de detenerse


El primer paso para aprender a vivir profundamente en el aquí y el ahora es hacer la práctica de detenerse. Hay una historia zen muy conocida acerca de un hombre que iba sobre un caballo galopando. Alguien, al verlo, le grita: "¿A dónde vas?". Y el jinete le contesta dándose la vuelta: "¡No lo sé, pregúntaselo al caballo!".

La historia resulta divertida, pero al mismo tiempo es cierta. Nosotros no sabemos exactamente a dónde vamos o por qué nos apresuramos tanto. Un caballo galopando nos está arrastrando y decidiéndolo todo por nosotros. Y nosotros le seguirnos. Este caballo se llama "la energía del hábito". Posiblemente hayas recibido esta energía de tus padres o de tus antepasados. Esta energía es la que te está dictando tus palabras y acciones, tú no eres tu verdadero soberano, es el caballo y no tú el que te está haciendo avanzar. Es la energía del hábito la que te empuja a decir y hacer cosas a pesar de no ser ésa tu intención, algo que te perjudica tanto a ti como a los demás.

Por ejemplo, aun sabiendo que si decimos algo desagradable haremos sufrir tanto a quienes nos rodean como a nosotros mismos, lo decimos igualmente. Más tarde lo lamentamos y exclamamos: "¡No pude evitarlo!, el deseo fue más fuerte que yo". Nos prometemos de todo corazón que la próxima vez no actuaremos así, pero cuando la situación vuelve a repetirse nos comportamos exactamente del mismo modo, haciendo y diciendo cosas que no sólo perjudican a los demás sino también a nosotros mismos. Esta clase de energía es la energía del hábito.

Nuestra tarea consiste en tomar consciencia de ella y en no dejar que nos arrastre nunca más. Le sonreímos y decirnos: "Hola, energía del hábito, sé que estás aquí". El primer paso para cuidar de ti es aprender a detenerte y mirar en tu interior. Es una práctica maravillosa.

Cuando estamos nerviosos, cuando alguien está enfadado o grita, cuando nos sentimos muy tristes o deprimidos, ¿qué podemos hacer para volver a sonreír y estar vivos? Si aprendernos el arte de detenernos, nos tranquilizaremos en nuestro interior y podremos calmar a quienes nos rodean.

La práctica de detenerse sirve para recuperar la calma y tener una mente clara y estable. Sin serenidad, sin una mente clara y estable, no podremos afrontar nuestros problemas.

La práctica de detenerte no significa que hayas de sentarte inmóvil en un lugar, ya que aunque lo hicieras tu mente seguiría viajando al pasado o al futuro o pensando en los proyectos que tienes, y eso no es detenerse. En nuestro interior hay una especie de video que está funcionando todo el tiempo, sin cesar; piensas en tal o cual cosa, ves una imagen y luego otra. Nunca se detiene. Aunque no digas nada en voz alta, dentro de ti no hay silencio. El silencio interior nos ayuda a disfrutar de lo que tenemos en el momento presente. Nos permite contemplar una puesta de sol y disfrutar de veras con ella.

Detenerte es volver al aquí y al ahora y sentir las maravillas que la vida nos está ofreciendo en ese preciso momento. Si tu mente no se detiene, no estará unida con tu cuerpo, quizá éste permanezca sentado en un lugar, pero tu mente estará en otra parte. Al detenerte, el cuerpo y la mente se unen, regresan al aquí y al ahora.

Una parte importante de nuestra práctica consiste en mirar atentamente para ver. Solemos sufrir porque no miramos atentamente las cosas y nos forjamos falsas ideas. Es como alguien que al andar de noche por un camino cree ver una serpiente y, aterrorizado, entra corriendo en una casa gritando: "¡Una serpiente!". Entonces todo el mundo sale a toda prisa de ella y al iluminar la "serpiente" descubren que no era más que una cuerda en medio del camino. Para cuidar de nosotros mismos, para serenarnos interior mente y calmar a quienes nos rodean, hacemos la práctica de detenernos y de observar atentamente.

Al detenerte —sentándote en silencio, inspirando y exhalando, y guardando silencio en tu interior—, te vuelves más estable, más concentrado y más inteligente. Tu mente está clara y reaccionas bien ante cualquier situación porque eres estable y fuerte. Ahora puedes observar atentamente lo que ocurre tanto dentro de ti como a tu alrededor.

jueves, 16 de febrero de 2023

La aventura de un poeta - Ítalo Calvino

 

 


La aventura de un poeta (1958)
Gli amori difficili (1970)
      Las orillas del islote eran altas, rocosas. Encima crecía la mancha baja y tupida de la vegetación que resiste la cercanía del mar. En el cielo volaban las gaviotas. Era una isla pequeña próxima a la costa, desierta, sin cultivar: en media hora se le podía dar la vuelta en barca y hasta en bote de goma, como el de los dos que se acercaban, el hombre que remaba tranquilo, la mujer acostada tomando el sol. Al aproximarse en hombre aguzó la oreja.
      —¿Has oído algo? —preguntó ella.
      —Silencio —dijo—. Las islas tienen un silencio que se oye.
      En realidad todo silencio consiste en la red de menudos ruidos que lo envuelve: el silencio de la isla se diferenciaba del silencio del tranquilo mar circundante porque estaba recorrido por murmullos vegetales, cantos de pájaros o un brusco rumor de alas.
      Abajo, al pie de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era de un azul intenso, límpido, atravesada hasta el fondo por los rayos del sol. En la escollera se abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se acercaban perezosamente a explorarlas.
      Era una costa del sur, poco afectada todavía por el turismo, y los dos bañistas venían de fuera. Él era un tal Usnelli, poeta bastante conocido; élla, Delia H., una mujer muy bella.
      Delia era una admiradora del sur, apasionada, francamente fanática, y tendida en el bote hablaba con continuo transporte de todo lo que veía, y quizá también en cierto tono de polémica porque le parecía que Usnelli, recién llegado a aquellos lugares, participaba de su entusiasmo menos de lo debido.
      —Espera —decía Usnelli—. Espera.
      —¿Espera qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? —decía ella.
      Él, desconfiado (por naturaleza y por educación literaria) de las emociones y las palabras que otros ya habían hecho suyas, habituado más a descubrir las bellezas escondidas y espúreas que las manifiestas e indiscutibles, estaba sin embargo con los nervios de punta. La felicidad era para Usnelli un estado de suspensión, de esos que se han de vivir conteniendo la respiración. Desde que se había enamorado de Delia veía en peligro su cautelosa, avara relación con el mundo, pero no quería renunciar a nada ni de sí mismo ni de la felicidad que se le ofrecía. Ahora estaba alerta, como si cada grado de perfección que la naturaleza circundante alcanzaba —un decantarse del azul del agua, una transformación del verde de la costa en ceniciento, la alerta de un pez que asomaba justo allí donde era más lisa la superficie del mar—, sólo sirviera para preceder otro grado más alto, y así sucesivamente, hasta el punto en que la línea invisible del horizonte se abriera como una ostra revelando de pronto un planeta distinto o una palabra nueva.
      Entraron en una gruta. Al principio era espaciosa, casi un lago interior de un verde claro, bajo una alta bóveda rocosa. Más adelante se estrechaba en na oscura galería. Con el remo el hombre hacía girar el bote sobre sí mismo para gozar de los diversos efectos de la luz. La de afuera, que se metía pr la grieta irregular de la entrada, deslumbraba con sus colores avivados por el contraste. Allí el agua irradiaba, y las láminas de luz rebotaban hacia arriba, contrastando con las blandas sombras que se alargaban desde el fondo. Reflejos y manchas de luz comunicaban a la roca de las paredes y de la bóveda la inestabilidad del agua.
      —Aquí comprendes a los dioses —dijo la mujer.
      —Hum —dijo Usnelli. Estba nervioso. Su mente, habituada a traducir las sensaciones en palabras, ahora nada, no conseguía formular ni una sola.
      Se internaron. El bote dejó atrás un bajío: el dorso de una roca al ras del agua; ahora flotaba entre los escasos fulgores que aparecían y desaparecían a cada golpe de remo: el resto era sombra espesa; las palas tocaban de vez en cuando una pared. Mirando hacia atrás Delia veía el ojo azul del cielo abierto cuyos contornos cambiaban continuamente.
      —¡Un cangrejo! ¡Grande! ¡Allí! —gritó, levantándose.
      —“¡...grejo! ¡...iii!” —retumbó el eco.
      —¡El eco! —exclamó contenta, y se puso a gritar palabras en las tenebrosas bóvedas: invocaciones, versos—. ¡Tú también! ¡Grita tu nombre! ¡Pide un deseo! —le dijo a Usnelli.
      —Ooo.. —hizo Usnelli—. Ehiii... Ecooo...
      De vez en cuando la barca se arrastraba por el fondo. La oscuridad era más espesa.
      —Tengo miedo. ¡Dios sabe cuántos bichos habrá!
      —Todavía se puede pasar.
      Usnelli se dio cuenta que avanzaba hacia la oscuridad como un pez de los abismos que huye de las aguas iluminadas.
      —Tengo miedo, volvamos —insistió ella.
      También a él, en el fondo, el gusto por lo horrible le era ajeno. Remó hacia atrás. Al volver al lugar donde la gruta se ensanchaba, el mar se volvió de cobalto.
      —¿Habrá pulpos? —dijo Delia.
      —Se verían. Está límpido.
      —Entonces voy a nadar.
      Se dejó caer desde el bote, se apartó, nadaba en el lago subterráneo, y su cuerpo parecía unas veces blanco (como si la luz lo despojara de todo color propio), otras del azul de aquella pantalla de agua.
      Usnelli había dejado de remar: seguía conteniendo la respiración. Pare él, estar enamorado de Delia había sido siempre así, como en el espejo de esa gruta: haber entrado a un mundo más allá de la palabra. Por lo demás, en todos sus poemas, jamás había escrito un verso de amor; ni uno.
      —Acércate —dijo Delia. Mientras nadaba se había quitado el trapito que le cubría el pecho; lo arrojó por encima de la borda del bote—. Un momento. —Se quitó también el otro pedazo de tela sujeto a las caderas y lo pasó a Usnelli.
      Ahora estaba desnuda. La piel más blanca en el pecho y en las caderas casi no se distinguía, porque todo su cuerpo difundía una claridad azulada, de medusa. Nadaba de costado, con un movimiento indolente, la cabeza (una expresión fija y casi irónica de estatua) apenas al ras del agua, y a veces la curva de un hombro y la línea suave del brazo extendido. El otro brazo, con movimientos acariciadores, cubría y descubría los pechos altos, tendidos hacia el vértice. Las piernas apenas batían el agua, sosteniendo el vientre liso, marcado por el ombligo como una huella leve en la arena, y la estrella como de un fruto de mar. Los rayos del sol que reverberaban bajo el agua la rozaban, ya vistiéndola, ya desnudándola del todo.
      De la natación pasó a un movimiento que parecía de danza; suspendida en el agua a media profundidad, sonriéndole, extendía los brazos en una blanda rotación de los hombros y las muñecas; o bien, con un empujón de la rodilla hacía asomarse un pie arqueado como un pequeño pez.
      Usnelli, en el bote, era todo ojos. Comprendía que lo que ese momento le ofrecía la vida era algo que no a todos les es dado mirar con los ojos abiertos, como el corazón más deslumbrador del sol. Y en corazón de ese sol había silencio. Todo lo que allí había en ese momento no podía traducirse en ninguna otra cosa, quizá ni siquiera en un recuerdo.
      Ahora Delia nadaba de espaldas, emergiendo hacia el sol, en la boca de la gruta. Avanzaba con un ligero movimiento de brazos hacia el mar abierto y debajo el agua iba cambiando gradualmente de azul, cada vez más clara y luminosa.
      —¡Cuidado, cúbrete! ¡Se acercan unas barcas, allá fuera!
      Delia ya estaba en los escollos, bajo el cielo. Se metió debajo del agua, extendió el brazo, Usnelli le tendió las exiguas prensas, ella se las sujetó nadando, volvió a subir al bote.
      Las barcas que llegaban eran de pescadores. Usnelli reconoció a algunos del grupo de gente pobre que pasaban la estación de la pesca en aquella playa, durmiendo al abrigo de unos escollos. Les salió al encuentro. El hombre que remaba era el joven, taciturno en su dolor de muelas, la gorra blanca de marinero encajada sobre los ojos estrechos, remando a tirones como si cada esfuerzo que hacía le sirviera para sentir menos el dolor; padre de cinco hijos; desesperado. El viejo iba en la popa; un sombrero mexicano de paja coronaba con una aureola toda deshilachada la figura flaca, los ojos redondos y muy abiertos, en otro tiempo quizá por soberbia fanfarrona, ahora por comedia de borrachín, la boca abierta bajo los bigotes caídos, todavía negros; limpiaba con cuchillo los mújoles que habían pescado.
      —¿Buena pesca? —gritó Delia.
      —Lo poco que hay —contestaron—. Es el año.
      A Delia le gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no (“frente a ellos”, decía, “no me siento con la consciencia tranquila”, se encogía de hombros y todo terminaba ahí).
      Ahora el bote se acostaba a la barca, cuyo barniz descolorido y surcado de grietas se levantaba en pequeñas escamas, y el remo atado con una anilla de cáñamo al escalmo gemía cada vez que frotaba la madera astillada de la borda, y una pequeña y herrumbada ancla de cuatro puntas se había enganchado bajo la tabla estrecha del asiento en una de las nasas de mimbre erizadas de algas rojizas, secas quien sabe hacía cuanto tiempo, y sobre el montón de redes teñidas de tanino y bordeadas de redondas tajadas de corcho, centelleaban en sus filosas envolturas de escamas, ya de un gris mortecino, ya de un turquesa resplandeciente, los peces boqueantes; las branquias todavía palpitaban mostrando, debajo, un rojo triángulo de sangre.
      Usnelli seguía callado, pero esta angustia del mundo humano era lo contrario de la que le comunicaba poco antes la belleza de la naturaleza: así como allá le faltaban las palabras, aquí una avalancha de palabras se precipitaba en su cabeza: palabras para describir cada verruga, cada pelo de la flaca cara mal afeitada del pescador viejo, cada plateada escama de mújol.
      En la orilla había otra barca en seco, volcada, sostenida por caballetes, y de la sombra salían las plantas de los pies descalzos de unos hombres dormidos, los que habían estado pescando durante toda la noche; cerca, una mujer toda vestida de negro, sin cara, ponía una olla sobre un fuego de algas, del que subía una larga humareda. La orilla en aquella cala era de guijarros grises; las manchas de colores desteñidos eran los delantales de los niños que jugaban, los más pequeños vigilados por las hermanas mayorcitas y regañonas, y los mayores y más despabilados, con cortos calzones hechos de viejos pantalones de adulto, corrían arriba y abajo entre los escollos y el agua. Más lejos empezaba a extenderse una orilla de arena recta, blanca y desierta, que de un lado se perdía en un cañaveral ralo y en terrenos baldíos. Un joven vestido de fiesta, todo de negro, incluso el sombrero, con el bastón al hombro y un ato colgando, caminaba junto al mar a lo largo de la playa, marcando con los clavos de los zapatos la friable costa de arena: seguramente un campesino o un pastor de un pueblo del interior que había bajado a la costa para ir a algún mercado y que seguía el camino pegado al mar buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril mostraba los hilos, el terraplén, los postes, la cerca, después desaparecía en un túnel y volvía a empezar más adelante, desaparecía, salís nuevamente, como las puntadas de una costura irregular. Por encima de los guardacantones blancos y negros de la carretera, asomaban unos olivos bajos; más arriba las colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales o solamente de piedras. Un pueblo encastrado en una grieta entre aquellas alturas se alargaba hacia arriba, las casas una sobre otra, separadas por calles en escalera, empedradas, hundidas en el medio para que corriera el arroyuelo de deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas las casas había cantidad de mujeres, viejas o envejecidas, y en los pretiles, sentados en fila, cantidad de hombres, viejos y jóvenes, todos en camisa blanca, y en medio de las calles en escalera los niños jugando en el suelo y algún muchachito mayor tendido a través con la mejilla apoyada en un peldaño, durmiendo allí porque estaba un poco más fresco que dentro de la casa y olía menos, y posadas en todas partes y volando nubes de moscas, y en cada muro y en la orla de papel de periódico que cubría el manto de cada chimenea, el infinito punteado de excremento de mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras y más palabras, apretadas, entrelazadas las unas sobre las otras, sin espacio entre las líneas, hasta que poco a poco era imposible distinguirlas, eran una maraña de la que iban desapareciendo incluso los menudos ojales blancos y sólo quedaba el negro, el negro más total, impenetrable, desesperado como un grito.

 

 

ITALO CALVINO 


imagen: Christine Geserick