Walter
Benjamin dijo una vez que la primera experiencia que el niño tiene del
mundo no es que “los adultos son más fuertes, sino su incapacidad de
hacer magia”. La afirmación, efectuada bajo el efecto de una dosis de
veinte miligramos de mescalina, no es por esto menos exacta. Es
probable, en efecto, que la invencible tristeza en la cual se sumergen
cada tanto los niños provenga precisamente de esta conciencia de no ser
capaces de hacer magia.
Aquello
que podemos alcanzar a través de nuestros méritos y de nuestras fatigas
no puede, de hecho, hacernos verdaderamente felices. Sólo la magia
puede hacerlo. Esto no se le escapó al genio infantil de Mozart, quien
en una carta a Bullinger señaló con precisión la secreta solidaridad
entre magia y felicidad: “Vivir bien y vivir felices son dos cosas
distintas; y la segunda, sin alguna magia, no me ocurrirá por cierto.
Para que esto suceda, debería ocurrir alguna cosa verdaderamente fuera
de lo natural”.
Los
niños, como las criaturas de las fábulas, saben perfectamente que para
ser felices es preciso tener de su lado al genio de la botella, tener en
casa el asno cagamonedas o la gallina de los huevos de oro. Y en cada
ocasión, conocer el lugar y la fórmula vale mucho más que proponerse
honestamente y dedicarse con todas las fuerzas a alcanzar un objetivo. Magia
significa, precisamente, que nadie puede ser digno de la felicidad; que
como sabían los antiguos, la felicidad, para el hombre, es siempre
hýbris, es siempre arrogancia y exceso. Pero si alguien llega a
reducir la fortuna con el engaño, si la felicidad depende, no de lo que
esa persona es, sino de una nuez encantada o de un ábrete-sésamo,
entonces y sólo entonces puede decirse verdaderamente feliz.