miércoles, 22 de marzo de 2023

La práctica de detenerse - Thich Nhat Hanh

 

Thich Nhat Hanh - La práctica de detenerse


Thich Nhat Hanh - La práctica de detenerse


El primer paso para aprender a vivir profundamente en el aquí y el ahora es hacer la práctica de detenerse. Hay una historia zen muy conocida acerca de un hombre que iba sobre un caballo galopando. Alguien, al verlo, le grita: "¿A dónde vas?". Y el jinete le contesta dándose la vuelta: "¡No lo sé, pregúntaselo al caballo!".

La historia resulta divertida, pero al mismo tiempo es cierta. Nosotros no sabemos exactamente a dónde vamos o por qué nos apresuramos tanto. Un caballo galopando nos está arrastrando y decidiéndolo todo por nosotros. Y nosotros le seguirnos. Este caballo se llama "la energía del hábito". Posiblemente hayas recibido esta energía de tus padres o de tus antepasados. Esta energía es la que te está dictando tus palabras y acciones, tú no eres tu verdadero soberano, es el caballo y no tú el que te está haciendo avanzar. Es la energía del hábito la que te empuja a decir y hacer cosas a pesar de no ser ésa tu intención, algo que te perjudica tanto a ti como a los demás.

Por ejemplo, aun sabiendo que si decimos algo desagradable haremos sufrir tanto a quienes nos rodean como a nosotros mismos, lo decimos igualmente. Más tarde lo lamentamos y exclamamos: "¡No pude evitarlo!, el deseo fue más fuerte que yo". Nos prometemos de todo corazón que la próxima vez no actuaremos así, pero cuando la situación vuelve a repetirse nos comportamos exactamente del mismo modo, haciendo y diciendo cosas que no sólo perjudican a los demás sino también a nosotros mismos. Esta clase de energía es la energía del hábito.

Nuestra tarea consiste en tomar consciencia de ella y en no dejar que nos arrastre nunca más. Le sonreímos y decirnos: "Hola, energía del hábito, sé que estás aquí". El primer paso para cuidar de ti es aprender a detenerte y mirar en tu interior. Es una práctica maravillosa.

Cuando estamos nerviosos, cuando alguien está enfadado o grita, cuando nos sentimos muy tristes o deprimidos, ¿qué podemos hacer para volver a sonreír y estar vivos? Si aprendernos el arte de detenernos, nos tranquilizaremos en nuestro interior y podremos calmar a quienes nos rodean.

La práctica de detenerse sirve para recuperar la calma y tener una mente clara y estable. Sin serenidad, sin una mente clara y estable, no podremos afrontar nuestros problemas.

La práctica de detenerte no significa que hayas de sentarte inmóvil en un lugar, ya que aunque lo hicieras tu mente seguiría viajando al pasado o al futuro o pensando en los proyectos que tienes, y eso no es detenerse. En nuestro interior hay una especie de video que está funcionando todo el tiempo, sin cesar; piensas en tal o cual cosa, ves una imagen y luego otra. Nunca se detiene. Aunque no digas nada en voz alta, dentro de ti no hay silencio. El silencio interior nos ayuda a disfrutar de lo que tenemos en el momento presente. Nos permite contemplar una puesta de sol y disfrutar de veras con ella.

Detenerte es volver al aquí y al ahora y sentir las maravillas que la vida nos está ofreciendo en ese preciso momento. Si tu mente no se detiene, no estará unida con tu cuerpo, quizá éste permanezca sentado en un lugar, pero tu mente estará en otra parte. Al detenerte, el cuerpo y la mente se unen, regresan al aquí y al ahora.

Una parte importante de nuestra práctica consiste en mirar atentamente para ver. Solemos sufrir porque no miramos atentamente las cosas y nos forjamos falsas ideas. Es como alguien que al andar de noche por un camino cree ver una serpiente y, aterrorizado, entra corriendo en una casa gritando: "¡Una serpiente!". Entonces todo el mundo sale a toda prisa de ella y al iluminar la "serpiente" descubren que no era más que una cuerda en medio del camino. Para cuidar de nosotros mismos, para serenarnos interior mente y calmar a quienes nos rodean, hacemos la práctica de detenernos y de observar atentamente.

Al detenerte —sentándote en silencio, inspirando y exhalando, y guardando silencio en tu interior—, te vuelves más estable, más concentrado y más inteligente. Tu mente está clara y reaccionas bien ante cualquier situación porque eres estable y fuerte. Ahora puedes observar atentamente lo que ocurre tanto dentro de ti como a tu alrededor.

jueves, 16 de febrero de 2023

La aventura de un poeta - Ítalo Calvino

 

 


La aventura de un poeta (1958)
Gli amori difficili (1970)
      Las orillas del islote eran altas, rocosas. Encima crecía la mancha baja y tupida de la vegetación que resiste la cercanía del mar. En el cielo volaban las gaviotas. Era una isla pequeña próxima a la costa, desierta, sin cultivar: en media hora se le podía dar la vuelta en barca y hasta en bote de goma, como el de los dos que se acercaban, el hombre que remaba tranquilo, la mujer acostada tomando el sol. Al aproximarse en hombre aguzó la oreja.
      —¿Has oído algo? —preguntó ella.
      —Silencio —dijo—. Las islas tienen un silencio que se oye.
      En realidad todo silencio consiste en la red de menudos ruidos que lo envuelve: el silencio de la isla se diferenciaba del silencio del tranquilo mar circundante porque estaba recorrido por murmullos vegetales, cantos de pájaros o un brusco rumor de alas.
      Abajo, al pie de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era de un azul intenso, límpido, atravesada hasta el fondo por los rayos del sol. En la escollera se abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se acercaban perezosamente a explorarlas.
      Era una costa del sur, poco afectada todavía por el turismo, y los dos bañistas venían de fuera. Él era un tal Usnelli, poeta bastante conocido; élla, Delia H., una mujer muy bella.
      Delia era una admiradora del sur, apasionada, francamente fanática, y tendida en el bote hablaba con continuo transporte de todo lo que veía, y quizá también en cierto tono de polémica porque le parecía que Usnelli, recién llegado a aquellos lugares, participaba de su entusiasmo menos de lo debido.
      —Espera —decía Usnelli—. Espera.
      —¿Espera qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? —decía ella.
      Él, desconfiado (por naturaleza y por educación literaria) de las emociones y las palabras que otros ya habían hecho suyas, habituado más a descubrir las bellezas escondidas y espúreas que las manifiestas e indiscutibles, estaba sin embargo con los nervios de punta. La felicidad era para Usnelli un estado de suspensión, de esos que se han de vivir conteniendo la respiración. Desde que se había enamorado de Delia veía en peligro su cautelosa, avara relación con el mundo, pero no quería renunciar a nada ni de sí mismo ni de la felicidad que se le ofrecía. Ahora estaba alerta, como si cada grado de perfección que la naturaleza circundante alcanzaba —un decantarse del azul del agua, una transformación del verde de la costa en ceniciento, la alerta de un pez que asomaba justo allí donde era más lisa la superficie del mar—, sólo sirviera para preceder otro grado más alto, y así sucesivamente, hasta el punto en que la línea invisible del horizonte se abriera como una ostra revelando de pronto un planeta distinto o una palabra nueva.
      Entraron en una gruta. Al principio era espaciosa, casi un lago interior de un verde claro, bajo una alta bóveda rocosa. Más adelante se estrechaba en na oscura galería. Con el remo el hombre hacía girar el bote sobre sí mismo para gozar de los diversos efectos de la luz. La de afuera, que se metía pr la grieta irregular de la entrada, deslumbraba con sus colores avivados por el contraste. Allí el agua irradiaba, y las láminas de luz rebotaban hacia arriba, contrastando con las blandas sombras que se alargaban desde el fondo. Reflejos y manchas de luz comunicaban a la roca de las paredes y de la bóveda la inestabilidad del agua.
      —Aquí comprendes a los dioses —dijo la mujer.
      —Hum —dijo Usnelli. Estba nervioso. Su mente, habituada a traducir las sensaciones en palabras, ahora nada, no conseguía formular ni una sola.
      Se internaron. El bote dejó atrás un bajío: el dorso de una roca al ras del agua; ahora flotaba entre los escasos fulgores que aparecían y desaparecían a cada golpe de remo: el resto era sombra espesa; las palas tocaban de vez en cuando una pared. Mirando hacia atrás Delia veía el ojo azul del cielo abierto cuyos contornos cambiaban continuamente.
      —¡Un cangrejo! ¡Grande! ¡Allí! —gritó, levantándose.
      —“¡...grejo! ¡...iii!” —retumbó el eco.
      —¡El eco! —exclamó contenta, y se puso a gritar palabras en las tenebrosas bóvedas: invocaciones, versos—. ¡Tú también! ¡Grita tu nombre! ¡Pide un deseo! —le dijo a Usnelli.
      —Ooo.. —hizo Usnelli—. Ehiii... Ecooo...
      De vez en cuando la barca se arrastraba por el fondo. La oscuridad era más espesa.
      —Tengo miedo. ¡Dios sabe cuántos bichos habrá!
      —Todavía se puede pasar.
      Usnelli se dio cuenta que avanzaba hacia la oscuridad como un pez de los abismos que huye de las aguas iluminadas.
      —Tengo miedo, volvamos —insistió ella.
      También a él, en el fondo, el gusto por lo horrible le era ajeno. Remó hacia atrás. Al volver al lugar donde la gruta se ensanchaba, el mar se volvió de cobalto.
      —¿Habrá pulpos? —dijo Delia.
      —Se verían. Está límpido.
      —Entonces voy a nadar.
      Se dejó caer desde el bote, se apartó, nadaba en el lago subterráneo, y su cuerpo parecía unas veces blanco (como si la luz lo despojara de todo color propio), otras del azul de aquella pantalla de agua.
      Usnelli había dejado de remar: seguía conteniendo la respiración. Pare él, estar enamorado de Delia había sido siempre así, como en el espejo de esa gruta: haber entrado a un mundo más allá de la palabra. Por lo demás, en todos sus poemas, jamás había escrito un verso de amor; ni uno.
      —Acércate —dijo Delia. Mientras nadaba se había quitado el trapito que le cubría el pecho; lo arrojó por encima de la borda del bote—. Un momento. —Se quitó también el otro pedazo de tela sujeto a las caderas y lo pasó a Usnelli.
      Ahora estaba desnuda. La piel más blanca en el pecho y en las caderas casi no se distinguía, porque todo su cuerpo difundía una claridad azulada, de medusa. Nadaba de costado, con un movimiento indolente, la cabeza (una expresión fija y casi irónica de estatua) apenas al ras del agua, y a veces la curva de un hombro y la línea suave del brazo extendido. El otro brazo, con movimientos acariciadores, cubría y descubría los pechos altos, tendidos hacia el vértice. Las piernas apenas batían el agua, sosteniendo el vientre liso, marcado por el ombligo como una huella leve en la arena, y la estrella como de un fruto de mar. Los rayos del sol que reverberaban bajo el agua la rozaban, ya vistiéndola, ya desnudándola del todo.
      De la natación pasó a un movimiento que parecía de danza; suspendida en el agua a media profundidad, sonriéndole, extendía los brazos en una blanda rotación de los hombros y las muñecas; o bien, con un empujón de la rodilla hacía asomarse un pie arqueado como un pequeño pez.
      Usnelli, en el bote, era todo ojos. Comprendía que lo que ese momento le ofrecía la vida era algo que no a todos les es dado mirar con los ojos abiertos, como el corazón más deslumbrador del sol. Y en corazón de ese sol había silencio. Todo lo que allí había en ese momento no podía traducirse en ninguna otra cosa, quizá ni siquiera en un recuerdo.
      Ahora Delia nadaba de espaldas, emergiendo hacia el sol, en la boca de la gruta. Avanzaba con un ligero movimiento de brazos hacia el mar abierto y debajo el agua iba cambiando gradualmente de azul, cada vez más clara y luminosa.
      —¡Cuidado, cúbrete! ¡Se acercan unas barcas, allá fuera!
      Delia ya estaba en los escollos, bajo el cielo. Se metió debajo del agua, extendió el brazo, Usnelli le tendió las exiguas prensas, ella se las sujetó nadando, volvió a subir al bote.
      Las barcas que llegaban eran de pescadores. Usnelli reconoció a algunos del grupo de gente pobre que pasaban la estación de la pesca en aquella playa, durmiendo al abrigo de unos escollos. Les salió al encuentro. El hombre que remaba era el joven, taciturno en su dolor de muelas, la gorra blanca de marinero encajada sobre los ojos estrechos, remando a tirones como si cada esfuerzo que hacía le sirviera para sentir menos el dolor; padre de cinco hijos; desesperado. El viejo iba en la popa; un sombrero mexicano de paja coronaba con una aureola toda deshilachada la figura flaca, los ojos redondos y muy abiertos, en otro tiempo quizá por soberbia fanfarrona, ahora por comedia de borrachín, la boca abierta bajo los bigotes caídos, todavía negros; limpiaba con cuchillo los mújoles que habían pescado.
      —¿Buena pesca? —gritó Delia.
      —Lo poco que hay —contestaron—. Es el año.
      A Delia le gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no (“frente a ellos”, decía, “no me siento con la consciencia tranquila”, se encogía de hombros y todo terminaba ahí).
      Ahora el bote se acostaba a la barca, cuyo barniz descolorido y surcado de grietas se levantaba en pequeñas escamas, y el remo atado con una anilla de cáñamo al escalmo gemía cada vez que frotaba la madera astillada de la borda, y una pequeña y herrumbada ancla de cuatro puntas se había enganchado bajo la tabla estrecha del asiento en una de las nasas de mimbre erizadas de algas rojizas, secas quien sabe hacía cuanto tiempo, y sobre el montón de redes teñidas de tanino y bordeadas de redondas tajadas de corcho, centelleaban en sus filosas envolturas de escamas, ya de un gris mortecino, ya de un turquesa resplandeciente, los peces boqueantes; las branquias todavía palpitaban mostrando, debajo, un rojo triángulo de sangre.
      Usnelli seguía callado, pero esta angustia del mundo humano era lo contrario de la que le comunicaba poco antes la belleza de la naturaleza: así como allá le faltaban las palabras, aquí una avalancha de palabras se precipitaba en su cabeza: palabras para describir cada verruga, cada pelo de la flaca cara mal afeitada del pescador viejo, cada plateada escama de mújol.
      En la orilla había otra barca en seco, volcada, sostenida por caballetes, y de la sombra salían las plantas de los pies descalzos de unos hombres dormidos, los que habían estado pescando durante toda la noche; cerca, una mujer toda vestida de negro, sin cara, ponía una olla sobre un fuego de algas, del que subía una larga humareda. La orilla en aquella cala era de guijarros grises; las manchas de colores desteñidos eran los delantales de los niños que jugaban, los más pequeños vigilados por las hermanas mayorcitas y regañonas, y los mayores y más despabilados, con cortos calzones hechos de viejos pantalones de adulto, corrían arriba y abajo entre los escollos y el agua. Más lejos empezaba a extenderse una orilla de arena recta, blanca y desierta, que de un lado se perdía en un cañaveral ralo y en terrenos baldíos. Un joven vestido de fiesta, todo de negro, incluso el sombrero, con el bastón al hombro y un ato colgando, caminaba junto al mar a lo largo de la playa, marcando con los clavos de los zapatos la friable costa de arena: seguramente un campesino o un pastor de un pueblo del interior que había bajado a la costa para ir a algún mercado y que seguía el camino pegado al mar buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril mostraba los hilos, el terraplén, los postes, la cerca, después desaparecía en un túnel y volvía a empezar más adelante, desaparecía, salís nuevamente, como las puntadas de una costura irregular. Por encima de los guardacantones blancos y negros de la carretera, asomaban unos olivos bajos; más arriba las colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales o solamente de piedras. Un pueblo encastrado en una grieta entre aquellas alturas se alargaba hacia arriba, las casas una sobre otra, separadas por calles en escalera, empedradas, hundidas en el medio para que corriera el arroyuelo de deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas las casas había cantidad de mujeres, viejas o envejecidas, y en los pretiles, sentados en fila, cantidad de hombres, viejos y jóvenes, todos en camisa blanca, y en medio de las calles en escalera los niños jugando en el suelo y algún muchachito mayor tendido a través con la mejilla apoyada en un peldaño, durmiendo allí porque estaba un poco más fresco que dentro de la casa y olía menos, y posadas en todas partes y volando nubes de moscas, y en cada muro y en la orla de papel de periódico que cubría el manto de cada chimenea, el infinito punteado de excremento de mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras y más palabras, apretadas, entrelazadas las unas sobre las otras, sin espacio entre las líneas, hasta que poco a poco era imposible distinguirlas, eran una maraña de la que iban desapareciendo incluso los menudos ojales blancos y sólo quedaba el negro, el negro más total, impenetrable, desesperado como un grito.

 

 

ITALO CALVINO 


imagen: Christine Geserick

lunes, 4 de julio de 2022

los amantes - Poema Cinco - Enrique Molina

Poema cinco

La lluvia
se desliza por las plumas del día,
siempre inconclusa
                      como una muchacha
llena de astucias y caricias
libre para conjurar
lo más hondo y furtivo del deseo.

¿Cómo saber, entre los laberintos de la sangre,
                       en dónde está la clave
de ciertos momentos extrañamente adorables y crueles
cuando las Esfinges disputan en nuestros corazones?

El lecho se mece en la corriente
hasta tornarse niebla,
                        palabras a la deriva, un pálido hueco.
Amanece, en las casas se enciende fuego,
los elementos dispares del día
                        inician su batalla, sus injurias,
tales islas emergen a la miseria, al tránsito,
los trabajos llegan con su capucha de tortura,
pero aún flota un gran esplendor, una delicia
                         incierta
en las constelaciones que aún tiemblan en el cielo
                         de los besos.
Los amantes que juntos yacieron se separan
                         bajo el trueno de la mañana.
Ahora saben que su vínculo es terrible
con el último embrujo de sus caricias.

lunes, 23 de mayo de 2022

la vivencia del vacío ( El juego y los juegos ) - Inés Moreno

 

 


 

Hay que jugar con los bloqueos. El juego requiere una entrega como si fuera un "abandonarse", sin pensar o evaluar los resultados.
La palabra "vacío" causa temor o miedo fundamentalmente cuando lo racional es la lógica del accionar cotidiano; sin embargo, la "vivencia" del vacío puede estar asociada a no tener carga, a no sostener conductas no deseadas o al peso de ser y actuar "como se debe". Se trata de un estado que permite la llegada de estímulos, imágenes, sensaciones y emociones. Aparecen las respuestas sin fantasmas ni jueces. Es entregarse con confianza y fluir.
El juego, jugar, renueva la energía. Cuando uno se entrega al juego se produce como un vaciamiento del self. Al igual que al danzar o meditar, el juego es altamente revitalizador, mucho más que una "catarsis", un sacar afuera.

El juego y los juegos. Inés Moreno  





martes, 19 de abril de 2022

El poema: boca que habla y oreja que oye - Octavio Paz


 


En alguna parte Valéry dice que «el poema es el desarrollo de una exclamación». Entre desarrollo y exclamación hay una tensión contradictoria; y yo agregaría que esa tensión es el poema. Si uno de los dos términos desaparece, el poema regresa a la interjección maquinal o se convierte en amplificación elocuente, descripción o teorema. El desarrollo es un lenguaje que se crea a sí mismo frente a esa realidad bruta y propiamente indecible a que alude la exclamación. Poema: oreja que escucha a una boca que dice lo que no dijo la exclamación. El grito de pena o júbilo señala al objeto que nos hiere o alegra; lo señala pero lo encubre: dice ahí está, no dice qué o quién es. La realidad indicada por la exclamación permanece innombrada: está ahí, ni ausente ni presente, a punto de aparecer o desvanecerse para siempre. Es una inminencia ¿de qué? El desarrollo no es una pregunta ni una respuesta: es una convocación. El poema —boca que habla y oreja que oye— será la revelación de aquello que la exclamación señala sin nombrar. Digo revelación y no explicación. Si el desarrollo es una explicación, la realidad no será revelada sino elucidada y el lenguaje sufrirá una mutilación: habremos dejado de ver y oír para sólo entender. 

Octavio Paz - El arco y  la lira


foto: Laura Makabresku

Spalovač mrtvol (The Cremator) - dir: Juraj Herz (1969) [PELICULA COMPLETA]

 

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domingo, 13 de marzo de 2022

ESPACIO VACÍO - ESPACIO OCUPADO . Fragmentos de "Espacio Habitado" editorial Homo Sapiens. Daniel Calmels

 


ESPACIO VACÍO - ESPACIO OCUPADO . Fragmentos de "Espacio Habitado" editorial Homo Sapiens. Daniel Calmels

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Hace ya años, un arquitecto se encontraba realizando el boceto de una plaza, y omitió algo deliberadamente: dejó los senderos sin hacer, una plaza sin caminos donde todo estaría cubierto de césped. Ya construida la plaza y estando el césped crecido y fuerte, se dejó librado el paso de la gente por ella, y en el término de una semana el camino estaba hecho. Al caminar por la plaza, al cruzarla desde distintos ángulos, los caminantes dejaron un surco colectivo, una marca común. En ese surco se colocaron las baldosas que servirían de camino. Hasta aquí una aparente historia clásica con final feliz. Pero lo que pasó después fue que nadie usó el camino de baldosas y se volvió a surcar la plaza por otros lugares, conformándose nuevos senderos.
En primera instancia, este espacio geométrico, espacio vacío donde «se hace camino al andar», fue modificado espontáneamente; pero luego quien planificó y legalizó ese paso se vio burlado.
La reacción ante los mandatos dominantes relacionados con el ordenamiento es la “transgresión”, que no es más que decir, desde su significado literal, ‘ir más allá’ o ‘pasar a través de’ . Al transgredir se fuerzan los límites, se modifican los márgenes. Los caminantes de la plaza fueron más allá de su propio camino, de su propio orden. Al desarrollo de la creatividad no le es ajena la necesidad de transgredir los diseños espaciales clásicos, necesidad de ir más allá de la norma, de la regla.
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El espacio vacío es una tentación para el deseo. Antonio Porchia dice: «Lleno me queda lo que pude llenar de mis deseos; lo que tomé vacío» .
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¿Cuántas veces en nuestra práctica llenamos el vacío de la sala con nuestras necesidades?, a veces con objetos, a veces con propuestas lúdicas. Interferencia para la elección del niño, excesiva presencia del saber del adulto.

                                                                                      Daniel Calmels

del cuerpo del hombre al hombre-cuerpo - Juan Carlos Gené

 
 

 
 
 
 I. Del cuerpo del hombre al hombre-cuerpo

No existe cuerpo del hombre. Tal expresión señala un sujeto supuesto que posee un cuerpo, una entidad superior que es dueña de otra inferior. Una vieja historia del espíritu y la materia; una actitud que parece categorizar lo espiritual e inferiorizar lo material.

No es mi intención negar el espíritu; más bien señalarlo como una condición de la materia, basándonos en la comprobación cierta de que todo lo que en la cultura ha sido creado por el espíritu del hombre, lo ha sido por espíritus encarnados en cuerpos, sin los cuales tales espíritus no hubiesen tenido la menor oportunidad de crear nada. Más bien sostengo la innegable realidad del espíritu. Pero el espíritu es un estado de la materia que avanza misteriosamente en la evolución, hacia grados más y más complejos de autoconsciencia, de imaginación y de percepción del yo y del universo, así como de la relación estrecha entre ambos. Comprobadamente, no hay espíritu sin materia; no probadamente pero posiblemente, sospecho que no hay materia sin espíritu.

La complejidad abismal de la materia, puesta día a día en mayor evidencia por la ciencia contemporánea hasta generar el principio (absolutamente científico) de incertidumbre (algo así como la comprobación científica del misterio), ha borrado los límites de esa ambigua frontera entre espíritu y materia.

Por eso prefiero hablar no ya del cuerpo del hombre, sino del hombre-cuerpo; sencillamente el hombre, como lo llamaré en adelante, encareciendo se entienda como un cuerpo: fenómeno mistérico individualizado y material, con todo lo espiritual que tal afirmación implica; un ser unificado.

Todo lo que existe y no es estrictamente naturaleza, ha sido creado por el hombre, por ese cuerpo nacido y sujeto de la muerte que se interroga sobre su sentido de ser en el mundo. En cuanto a un responsable creador de la misma naturaleza, del universo todo, sólo la fe da acceso a ese misterio. Y el misterio, ya lo ha dicho Jean Guitton, se ahonda con la indagación; un misterio no es un problema que la indagación clarifica y resuelve. Por eso el origen del universo es misterio en el que dificulto podamos alguna vez penetrar, precisamente por eso que llamo abismal complejidad de la materia.

Permanezcamos pues, en el universo cultural que el hombre ha creado al compás de las interrogaciones acerca del sentido de la vida: porque en ese inabarcable universo creativo, está el teatro.

20 temas de reflexión sobre el teatro