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domingo, 18 de marzo de 2012

Terror

"A veces me ocurría lo siguiente: después de pasar la primera parte de la noche trabajando en mi escritorio, esa parte en que la noche inicia su penoso ascenso, yo salía del trance en el que mi trabajo me había sumergido en el momento preciso en el que la noche alcanzaba su cima y se demoraba vacilante en su cumbre, dispuesta a emprender el descenso hasta el aturdimiento de la aurora; entonces, me levantaba de la silla, aterido y totalmente agotado, y al encender la luz de mi dormitorio me veía de repente en el espejo. Lo que pasaba era lo siguiente: durante el tiempo que había estado absorbido en mi trabajo, me había separado de mí mismo, una sensación semejante a la que se experimenta cuando te encuentras con un íntimo amigo después de años de separación: durante unos pocos momentos vacíos, lúcidos pero también detenidos, le ves bajo una luz totalmente diferente aun cuando te das cuenta de que el hielo de esta anestesia misteriosa se derretirá y la persona a la que miras revivirá, su carne se encenderá cálida, volverá a ocupar su lugar, y te resultará de nuevo tan próxima que ningún esfuerzo de la voluntad podrá hacer que vuelvas a captar aquella primera sensación fugaz de enajenamiento. Así, precisamente así, me sentía yo, contemplando mi figura en el espejo y sin lograr reconocerla como mía. Y cuanto más examinaba mi rostro —esos ojos extraños e inmóviles, el brillo de unos pelillos en la mandíbula, aquella sombra que recorría la nariz—, y cuanto más insistía en decirme a mí mismo: «Ése soy yo, ése es tal y tal», menos claro me parecía por qué aquél tenía que ser «yo», más difícil me resultaba conseguir que el rostro del espejo se fundiera con aquel «yo» cuya identidad no conseguía captar. Cuando hablaba de mis extrañas sensaciones, la gente se limitaba a observar que el camino que yo había emprendido acababa en el manicomio. De hecho, en una o dos ocasiones, ya muy avanzada la noche, me detuve a contemplar mi imagen tanto rato que se apoderó de mí un sentimiento espeluznante y tuve que apagar la luz corriendo. Y sin embargo, a la mañana siguiente, mientras me afeitaba, no se me ocurría en absoluto cuestionar la realidad de mi imagen.