«No es bella la imagen que no expresa nada», dice Elie Faure. Cuando la imagen de nuestro cuerpo no expresa más que otra imagen —tomada del cine o de una revista de modas— no puede haber en ella verdadera belleza, puesto que está alejada de la realidad, de una expresión auténtica. Por lo demás, es esta expresión la que nos esforzamos por disimular.
Pero, precisamente, en este esfuerzo por escondernos, por protegernos, revelamos toda nuestra vulnerabilidad. Porque la imagen que creemos proyectar no corresponde forzosamente a la que los demás reciben. Entre nuestra intención y el efecto que realmente producimos existe a menudo una falla. Los demás no ven en nuestra máscara imperfecta más que la necesidad de llevar una máscara, la necesidad de presentarnos como distintos de lo que somos. Pensamos crear una ilusión, pero somos nosotros los que vivimos en la ilusión de ser vistos como deseamos serlo.
En efecto, detrás de nuestros disfraces, continuamos encontrándonos siempre a disgusto dentro de nuestro pellejo. Al no sentir nuestro cuerpo, decimos que no nos sentimos bien. (Este doble sentido revelador existe en varias de las lenguas occidentales). Nos quejamos de sostener con los demás relaciones superficiales. Nos parecen seres secretos, inaccesibles. En realidad no los percibimos mejor de lo que nos percibimos a nosotros mismos. Si no conseguimos «tocar el fondo» de otra persona, ¿no se debe quizás a que flotamos en la superficie de nuestra propia realidad? Si reprochamos a los demás no saber o no querer ponerse en nuestro lugar, ¿no es porque nuestro «lugar» está mal definido, nuestro «espacio» mal ocupado, porque nos hallamos en una falsa posición con respecto a nosotros mismos?
A menudo atribuimos nuestro malestar a la vida sedentaria. Y aunque el origen de nuestro envaramiento y de nuestra falta de sensaciones remonta mucho más lejos, no estamos completamente equivocados.
Porque, efectivamente, la inmovilidad constituye un gran obstáculo a la percepción del cuerpo y existen partes de nuestro cuerpo que no se han movido desde hace años. Cuanto mayor es el número de nuestras zonas muertas, menos vivientes nos sentimos.
Las percepciones corporales sólo pueden desarrollarse mediante la actividad. Pero no una actividad cualquiera. No la actividad mecánica, la repetición de un movimiento docenas de veces. Eso sirve únicamente para ejercitar la obstinación, para embrutecer. El movimiento no nos revela a nosotros mismos si no tomamos conciencia de la forma en que se hace (o no se hace).
Pero, precisamente, en este esfuerzo por escondernos, por protegernos, revelamos toda nuestra vulnerabilidad. Porque la imagen que creemos proyectar no corresponde forzosamente a la que los demás reciben. Entre nuestra intención y el efecto que realmente producimos existe a menudo una falla. Los demás no ven en nuestra máscara imperfecta más que la necesidad de llevar una máscara, la necesidad de presentarnos como distintos de lo que somos. Pensamos crear una ilusión, pero somos nosotros los que vivimos en la ilusión de ser vistos como deseamos serlo.
En efecto, detrás de nuestros disfraces, continuamos encontrándonos siempre a disgusto dentro de nuestro pellejo. Al no sentir nuestro cuerpo, decimos que no nos sentimos bien. (Este doble sentido revelador existe en varias de las lenguas occidentales). Nos quejamos de sostener con los demás relaciones superficiales. Nos parecen seres secretos, inaccesibles. En realidad no los percibimos mejor de lo que nos percibimos a nosotros mismos. Si no conseguimos «tocar el fondo» de otra persona, ¿no se debe quizás a que flotamos en la superficie de nuestra propia realidad? Si reprochamos a los demás no saber o no querer ponerse en nuestro lugar, ¿no es porque nuestro «lugar» está mal definido, nuestro «espacio» mal ocupado, porque nos hallamos en una falsa posición con respecto a nosotros mismos?
A menudo atribuimos nuestro malestar a la vida sedentaria. Y aunque el origen de nuestro envaramiento y de nuestra falta de sensaciones remonta mucho más lejos, no estamos completamente equivocados.
Porque, efectivamente, la inmovilidad constituye un gran obstáculo a la percepción del cuerpo y existen partes de nuestro cuerpo que no se han movido desde hace años. Cuanto mayor es el número de nuestras zonas muertas, menos vivientes nos sentimos.
Las percepciones corporales sólo pueden desarrollarse mediante la actividad. Pero no una actividad cualquiera. No la actividad mecánica, la repetición de un movimiento docenas de veces. Eso sirve únicamente para ejercitar la obstinación, para embrutecer. El movimiento no nos revela a nosotros mismos si no tomamos conciencia de la forma en que se hace (o no se hace).
Thérèse Bertherat, el cuerpo tiene sus razones
Muy revelador. Estoy de acuerdo
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