El no puede dejarla dormir. Ella está en la casa, encerrada con él en su casa. Durante el sueño es cuando a veces esta idea acude a su mente.
Ella ya está acostumbrada. Ve que él intenta no gritar.
Dice:
—Si usted quiere, puedo irme. Volver más tarde. O nunca. Es mi contrato: quedarme ahí o marcharme, es igual.
Ella se levanta, dobla las sábanas. El llora. Los sollozos no son contenidos, son sinceros, como si saliera de un gran daño que le hubieran hecho. Ella se reúne con él junto a la pared. Lloran. Ella dice:
—Usted no sabe lo que quiere.
Ella le observa existir en esta incoherencia anonadante que le hace como un niño. Ella se acerca a él como si compartiera su sufrimiento, él la reconoce mal, de pronto.
Ella dice:
—Hoy le deseo mucho, es la primera vez.
Ella le dice que vaya. Venga. Le dice que es puro terciopelo, un vértigo, pero también, no vaya a pensar, un desierto, algo maléfico que conduce además al crimen y a la locura. Ella le pide que vaya a ver aquello, que es algo infecto, criminal, un agua turbia, sucia, el agua de sangre. Que un día tendrá que hacerlo, aunque sea una vez, hurgar en ese lugar común, que no podrá evitarlo toda la vida. Que sea más adelante o esta noche, ¿cuál es la diferencia?
El llora. Ella vuelve hacia la pared.
Lo abandona a sí mismo. Se coloca la seda negra, lo mira a través de ella.
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