lunes, 24 de febrero de 2020

corporalidad de la actuación - Juan Carlos Gené



II. La más corporal corporalidad

No obstante ser la cultura universalmente corporal, no constituye una inexactitud sino una verdad paradójica que el teatro es la más corporal de las creaciones culturales. Porque las habitualmente llamadas obras de arte, plásticas, musicales, literarias, cinematográficas, obviamente existen; algunas con miles de años de antigüedad. Pero la obra de arte teatral existe por el sólo instante en que se realiza ante el espectador y desaparece, se extingue con el último gesto de la representación.

Porque es el cuerpo-actor, (el hombre), ante otros cuerpos (otros hombres) y en situación de representación, aquello que hace el teatro. Lo que permanece y se documenta, como la dramaturgia, por ejemplo, no es más que uno de sus códigos; y no es teatro hasta que no se ha materializado en el cuerpo actoral, en un espacio y un tiempo precisos.

La corporalidad total de lo teatral se pone entonces en evidencia; y tanto, que el teatro muere cada vez, para renacer al día siguiente en un hecho muy semejante al del día anterior, pero inevitablemente diferente. Y con la muerte física definitiva de sus hacedores, el teatro que ellos hicieron desaparece, no volverá a ocurrir. En un sentido que considero sumamente sugerente, el teatro muere porque los cuerpos que le dan existencia portan en sí su propia muerte.

Si tenemos en cuenta la universalidad de lo teatral, el hecho evidente de que no existe cultura alguna sin alguna forma de representación ante la asamblea de la tribu, existiría al parecer una vinculación estrecha entre ese rito de los cuerpos que se saben mortales, de la vida, y esa muerte esperada y temida.

Es al mismo tiempo aún quizá más sugerente el que la denominación de individualidad, persona, provenga de la palabra latina personna, que quiere decir máscara: el rostro que se individualiza separándose del total permanente e indiferenciado de la vida, incurre en el pecado original de convertirse en criatura (para los humanos, en persona); deberá morir; mientras el torrente de vida continúa. El rostro personal es transitorio, es una máscara.

Las más antiguas pinturas rupestres suelen mostrar hombres teatrando con máscaras. Y los ritos teatrales de las tribus primitivas aún vivas se hacen bajo la máscara o bajo maquillajes y adornos faciales equivalentes a ella. Y una máscara es transitoria, se coloca y más tarde o más temprano será quitada; y ese personaje que resulta del cuerpo del oficiante y de su máscara, muere cuando ésta es retirada. Por algo es que no podemos evitar alguna forma de estremecimiento cuando alguien, inesperadamente y por broma, se coloca una máscara y acciona ante nosotros con ella; y cuando la broma cesa y el enmascarado se quita la máscara y regresa el rostro conocido recuperamos la tranquilidad; pero queda en el aire la sensación de que un ser no natural pasó por nuestra vida y desapareció: murió. Incluso en ese reconocimiento aliviado y nervioso del amigo ya desenmascarado, en esa suerte de angustia que queda flotando en nosotros, creo hay también un reconocimiento inconsciente de eso que llamamos el verdadero rostro del bromista, como de algo a su vez transitorio: hecho para la muerte.

Se ha supuesto con aceptable fundamento que el origen o, al menos, uno de los gestos teatrales más antiguos es la danza que el chamán realiza imitando la caza del animal que nutrirá con su carne a la tribu; danza imitativa que sigue las leyes primitivas de la semejanza. Rito mágico, entonces, que propicia la nutrición, condición de la vida. Cuando el oficiante se quita la máscara, el personaje generado en el cuerpo por ella, muere. Renacerá en la próxima ceremonia; pero ya será otro tiempo y, aunque la coreografía de la danza esté minuciosamente prefijada, la energía será otra, el clima generado en el danzante y en la tribu será otro: lo teatrado se teatró y murió.

Y todo ello para lograr que la caza sea exitosa y la tribu pueda comer y vivir. Muerte para la vida; vida para la muerte.

Si saltamos en el tiempo, en la historia y en la evolución de la cultura, y nos detenemos en lo que hoy es el teatro, encontraremos grandes diferencias con aquellas danzas chamánicas; y también enormes semejanzas.

Gestos y palabras viven y mueren entre el alzarse y caer el telón y nunca podrán repetirse, porque están vivos. Y un rito de resurrección al día siguiente, cuando la aventura recomienza y estalla la vida al alzarse el telón, para extinguirse cuando baja. En la expectativa de la función de mañana, que se espera sea mejor que la de hoy, cuando secretamente imploramos que baje el ángel de la inspiración y logremos estar maravillosos y arrebatadores, se completa el mito pascual: soñamos una vida transfigurada, más perfecta y más dichosa que ésta muerta hoy en nuestros cuerpos al caer el telón.
Estamos oficiando un rito de muerte, estableciendo por unas horas en el escenario el imperio de una vida plena, tan sorprendente y extremada que debería producir asombro, angustia, felicidad, espanto y emoción estética. Se conjura a la muerte con un derroche de vida, esparcido como una fiesta vital por los cuerpos de los actores en ese espacio; los mismos que comienzan el juego aceptando que van a terminar: que nacen y viven sabiendo y aceptando que morirán.

Esa vida que se celebra es la vida del cuerpo; ¿cuál otra podría ser? En el cuerpo-actor, en el actor, para ser totalmente congruentes, vive un personaje, esa gran fuerza en la historia narrada por acciones que es el teatro. Y un personaje es una criatura literaria que propone una forma intensísima de vida. Es la forma moderna de la máscara y, como ella, transitoria. En el dolor o en la burla, un gran personaje es una cima de pasión que desborda vida: pensemos en Macbeth y en Hamlet; en Harpagon y en Scapin... Pero se trata de una vida potencial aún, sugerida, una acumulación de energía no transformada en fuerza. Es cuando el actor lo encarna (lo materializa) en su cuerpo, que el personaje estalla en una exhibición de vida que puede llegar al prodigio artístico. Una vida que muere a diario para resucitar mañana; hasta la muerte definitiva del personaje, que sobreviene, sencillamente, con la última función de una temporada. La costumbre (detestable), de gastar bromas inesperadas en el escenario durante la última función es también, por algún lado, un rito que intenta bajar el nivel de angustia que la muerte inminente produce.

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