Me gusta pensar que desde las tensiones entre el conflicto y el
equilibrio emerge una sustancia que nutre el interior de la música.
Y sé que esa sustancia transforma al lenguaje en discurso
musical. Es su sentido, su pulsación, su respiración, su intimidad
comunicativa, su singularidad. Su distinción.
Ese emerger no es casual o mágico, es la consecuencia del diseño
dramático del movimiento expresivo de las sonoridades en el espacio
acústico y en la dinámica temporal de los momentos.
Es decir que al ser imaginada y realizada, esa sustancia requiere
ser comprendida en profundidad por el compositor. Porque es la esencia
de la construcción de un presente escénico único e irrepetible. Por eso
es estructural.
Varios responsables o dueños de salas me han preguntado ¿Por qué
camino tanto, ida y vuelta, por los pasillos de camarines o en pequeños
patios o habitaciones, antes de comenzar un concierto?
No es sólo impaciencia.
Pienso en la música que voy a tocar y, fundamentalmente, en la sustancia que la va a mover.
Luego, la escena y la función expresiva de transformar esa esencia en la interacción comunicativa.
Crear un presente, único e irrepetible, para la música compuesta,
implica improvisar sobre esa estructura, no necesariamente sobre el
lenguaje.
Modelar, una y otra vez, sustancia, es la virtud de lo escénico.
RC (abril de 2019)
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