Venía una tormenta de las que no se ven nunca, toda plateada, con dientes rabiosos, hablaba.
Celiar abrió los ventanos y los volvió a entornar.
Vio a Diamanta sentada en el patio, mientras le caían a las manos unos
guijarros que bajaban de la borrasca, blancos, brillantes, como de hielo
y con ese olor a las azucenas; ella hizo una especie de ramo.
-Diamanta, ven; para acá.
Ella quedó quieta con el vestido listado que le cubría los pies y las manos.
El recordó el casamiento, y antes, cuando la miraba ir a la escuela, y se le acercó un día diciéndole:
–Tus ojos me gustan tanto. ¿Y si nos casamos?
En realidad era recién que le había visto los ojos, chicos como los de
las muñecas, de un celeste rayado y radioso, miraban más allá del cielo,
los acontecimientos en la eternidad. Hubiese bastado que tuviese sólo
uno; dos era demasiado. Recordó el día nupcial aunque se le iba como un
buque, y lo volvía a traer. Los parientes, todos comiendo confites, el
vestido e Diamanta; de organdí hasta el suelo, color amarillo rabioso,
yema de huevo, y el velo azul rodeado de huevo. Así la trajo a la cama,
después de la pavana se cerró la puerta. Ella no se reclinó; buscó en el
bolsón de novia una cuaderna, y estudió toda la noche; él la ayudó en
aritmética, geografía, y en otra cosa escrita ahí que no se entendía.
Pasaron del mismo modo todos los días. Hoy, bajo la tormenta, él se animó:
-Diamanta, ponte el vestido, el de novia. Hagamos como que hoy nos casamos. Nos casamos, hoy.
Ella, imprevistamente, obedeció; fue al ropero, salió; abajo, se colocó la diadema y el velo.
Cuando él la fue a enlazar, ella se escapó por la ventana; él la siguió,
la perdió, la encontró detrás de las zarzas, parada y rígida, y
brillando como si fuera sólo un cirio.
Él, entonces, quedó desconocido, se puso unos guantes de asesino, cortó
las espinas, la trajo hasta sí. Le quitó todos los celajes que parecían
mil, y el último, de entre las piernas, del que cayeron miosotis y
algunos caramelos, que el viento llevaba y desparramaba.
Durante el zarpazo ella sacó un poco la lengua, roja como el botón de
las rosas, perdió saliva y lágrimas; dio un grito lujurioso y chiquito.
El mundo, al oírlo, quedó parado. Se terminó el vendaval.
Celiar quedó helado. Hablaba con el pensamiento y se oía, sin embargo gritado en los aires:
-Por Dios, Diamanta, tienes los velos; ve tras de las espinas; qué
pecado fue hecho. Párate como la Virgen. Jamás contaré lo habido. A ver,
dónde está tu himen. Te lo daré; lo tendrás, nuevamente, te lo pegaré.
Vio el cendal de ella goteando como las rosas, y los dos senos con los
pezones moviéndose y cuchicheando y que parecían ya incolmables.
Qué pecado fue cometido.
Diamanta ondeaba como una víbora.
El resto del mundo estaba azul, negro y quieto.
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