No hace mucho un distinguido crítico escribió, después de ver
mi última producción en Londres: “Cuando entramos al teatro,
vimos un espacio vacío…
ay dios, ¡mátenme!”. Siempre tomo en serio a los críticos. Sin
duda es tiempo de dar una nueva mirada a estas dos simples palabras:
“vacío” y “espacio”.
Al principio, parecían aplicarse al espacio donde actuamos,
nuestro campo de juego. La tradición y los hábitos arraigados lo
habían atiborrado con una maraña de cachivaches, demasiadas imágenes,
demasiados decorados, un exceso de muebles y utilería. Todo esto
obturaba la imaginación.
El vacío era un punto de partida, no era el vacío por el vacío
mismo, sino una operación que ayudara a descubrir cada vez
qué era realmente esencial para apoyar la riqueza de las palabras y
la presencia del actor.
Hoy esa batalla ha sido mayormente ganada (si bien
las formas y sonidos electrónicos están calientes por meterse de
cabeza a escena). Pero la maraña sigue estando ahí, aunque más
escondida. Está dentro de los temas; y dentro
del actor. Bronca, violencia, histeria, asco y desesperación – son
tan reales que necesitan ser expresadas, poderosamente,
apasionadamente. Pero la luz cuando se proyecta sobre una pantalla negra como
el ébano sólo refleja oscuridad. Es en lo negativo en donde un
espacio vacío debe ser encontrado.
Hoy en día, el vacío es un desafío incómodo para el director y
para el escritor, tanto como para el actor. ¿Se le puede permitir a un
espacio permanecer abierto, más allá de todo lo que uno piensa,
cree y desea afirmar? Cada página de las obras de Beckett está
aligerada por paréntesis que encierran la palabra “Pausa”.
Chéjov indicaba el espacio dentro del cual lo inexpresable podía
aparecer – con tres puntos suspensivos… Y Shakespeare rodeaba
cada línea con espacio. El teatro existe para que lo no-dicho pueda
respirar y una cualidad de la vida pueda percibirse tal que
nos proporcione una motivación a la incesante lucha.
La expresión más refinada del vacío es el silencio. En el
teatro son muy raros los momentos en que un sentimiento profundo
compartido por actores y público reúne a todos en un silencio
viviente. Esto es raro, es el espacio vacío definitivo.
John Osborne una vez me dijo: “Un artista debe ir siempre contra
la marea”. Creo que esta es una verdad esencial, pero me gustaría
agregar algo: un artista debe ir a favor de la marea y contra la
marea, al mismo tiempo. No tan fácil. Si en teatro no estamos
con la marea, estamos desfasados, no estamos hablando el lenguaje del
momento.
Estar con la marea no es muy difícil – la marea es poderosa, y
es fácil dejar que nos arrastre. Pero ir contra la marea es muy
difícil. En primer lugar, debemos reconocer con mucha
precisión cuál es la marea y hacia
dónde está yendo.
Por ejemplo: en una época en donde por largo tiempo hemos sido
entumecidos por la serie de los horrores, ¿podemos horrorizarnos?
Cuando todas las pantallas y muchísimas esquinas están bañadas en
sangre, ¿el ketchup puede tener algún efecto? Hace más de
60 años, el público de Londres que asistía a Tito Andrónico se
desmayaba cada noche, y la ambulancia de St. John tenía que laburar.
Una pequeña escena de tortura escrita por Jean-Paul Sartre hacía
que el público gritara. Una vez, incluso la palabra “sangriento”
tuvo este efecto.
Si reconocemos que hemos sido entumecidos por las tácticas del
shock, que ningún escándalo es escandaloso, entonces debemos
enfrentar el hecho de que el teatro, especialmente para sus
escritores y directores, de pronto está perdiendo su arma más
confiable. En una época en que los temas políticos y sociales son
los que deberían – los que deben – implicarnos más
directamente, ¿cómo podemos escapar a la banalidad de lo obvio, la
labia fácil de la indignación, la ingenuidad de la protesta?
Cuando los tiempos son negativos, hay una sola corriente que va
secretamente contra la marea. La positiva. La misma imprecisión del
término crea una reacción negativa y muestra cuán difícil es
detectarla. Pero a menos que su murmullo sea escuchado, no por medio
de clichés, no a través de las nobles palabras de un predicador,
sino mediante una realidad que puede advenir por medio de las personas
vivientes del teatro, esa corriente no tiene función. Debemos entrar
en el “No” para hallar el “Sí”. ¿Cómo?
Si cualquiera propone una respuesta, ésta es inmediatamente
sospechosa. No obstante, debemos enfrentar el acertijo.
En el teatro hemos rechazado, y con razón, ideas cómodas y
degradadas de belleza, armonía, orden, paz, alegría. Actualmente en
nuestros espacios debemos redescubrir directamente,
experimentalmente, el contenido original que estos valores ahora
trillados alguna vez tuvieron. Hoy día un shock que excita nuestra
indignación es algo cómodo, algo que olvidamos rápidamente. En
cambio un shock sensible que nos abre hacia lo desconocido es
otra cosa totalmente diferente, es algo que nos hace sentir más
fuertes. El mainstream, la marea principal, no debe ser despreciada,
tiene una gran vocación. Pero para ir contra la marea tenemos sólo
un patético instrumento: el ser humano. Encontrar las corrientes
vitales ocultas en esta miseria es una tarea formidable.
Cuando hacemos una obra sobre el conflicto y la violencia,
¿cuántas veces tuve que responder la misma pregunta idiota?:
“¿Creen que pueden cambiar el mundo?”. Hoy me gustaría decir:
“Sí, podemos cambiar el mundo”. Pero no de la vieja manera en
que los politiqueros, los ideologistas o los militantes tratan de
hacernos creer. Su negocio es contar mentiras. El teatro,
ocasionalmente, es capaz de crear momentos de verdad.
Si somos sumamente ambiciosos y sumamente modestos, podremos ver
que una enorme cantidad es posible. Hay una ley de los números. Un
grupo pequeño en un espacio pequeño puede crear algo inolvidable.
Cuantas más personas haya, habrá más vitalidad; puede aparecer una
energía vibrante. Este mundo, limitado en el tiempo y el espacio de
la obra, puede ser transformado, y a veces de manera tan
inolvidable que puede transformar la vida de un individuo.
Las tribus, las hordas de animales humanos, están hechas para
trabajar juntas, en comunidad. Y sin embargo, como me dijo mi padre
cuando era muy joven: si hubiera dos personas náufragas en una isla
desierta y formaran un parlamento, una estaría a la derecha y la
otra a la izquierda.
En el pequeño mundo del teatro hay rivalidades, odios,
mezquindades, peleas… pero es perfectamente posible ir contra la
marea. A través de un objetivo compartido, necesidades comunes, amor
compartido por un resultado de todos, a partir de la creación de un
espacio… el devenir conjunto del infinitamente recreado clímax de
la performance compartida, otra vez y otra vez… algo especial puede
acontecer. Estar juntos, trabajar juntos, traer desordenadamente una
diversidad de espectadores mezclados al voleo y reunirlos en una
unidad llamada “público”, una “audicencia” – todo esto lo
hace posible, por breve que sea el lapso de tiempo en que ocurra.
Para individuos que más que nunca están cada uno en su propio mundo
caótico y confuso – este mundo puede ser transformado. Toda forma
de teatro tiene algo en común con una visita a un sanador. Al salir
siempre debemos sentirnos mejor que cuando llegamos.
Extracto del libro Tip of the Tongue: Reflections on Language
and Meaning (En la punta de la lengua: reflexiones sobre el
lenguaje y el sentido), por Peter Brook
traducción: Juan Manuel López Baio
traducción: Juan Manuel López Baio
imagen: Randy P. Martin
original en inglés:
Not
long ago, a distinguished critic wrote, after I brought a new
production to London, “When we came into the theatre, we saw an empty
space. YAWN!” I always take critics seriously. It’s surely time to take a
new look at these two simple words – “empty” and “space”.
At first, they seemed to apply to the place where we play, our
playground. Tradition and long-standing habits had filled this with
clutter, too much imagery, too many decorations, an excess of furniture
and props. They clogged the imagination.
Emptiness was a starting point, not for its own sake, but to help to
discover each time what was really essential to support the richness of
the actor’s words and presence.
Today, this battle has largely been won, although electronic shapes
and sounds are now eager to rush in. But the clutter is more hidden.
It’s within the themes themselves – and within the actor. Anger,
violence, hysteria, disgust and despair – these are so real that they
must be expressed, powerfully, passionately. But light on a jet-black
screen only reflects blackness. It’s in the negative that an empty space
has to be found.
Today, emptiness is an uncomfortable challenge to the director and
the writer, as well as to the actor. Can a space be left open, beyond
all one thinks, believes and wishes to assert? Every page of Beckett’s
plays is lightened with brackets enclosing the word “Pause”. Chekhov
indicated the space in which the inexpressible could appear – with three
dots ... And Shakespeare surrounded every line with space. Theatre exists so that the unsaid can breathe and a quality of life can be sensed which gives a motive to the endless struggle.
The finest expression of emptiness is silence. There are rare
moments in theatre when a deep feeling shared by actors and audience
draws all into a living silence. This is the rare, the ultimate empty
space.
John Osborne
once said to me, “An artist must always go against the tide.” I think
this is an essential truth, but I’d like to make one addition: an artist
must go both with and against the tide at the same moment. Not so easy.
If in the theatre one isn’t with the tide, one’s out of touch, one
isn’t speaking the language of the moment.
Being with the mainstream isn’t very difficult – the tide is powerful,
and it is easy to let it sweep us along with it. But going against the
tide is very difficult. First of all, one must recognise very exactly
what the tide is and where it is going.
For instance, at a time when everyone has been numbed for so long by
horrors, can one horrify? When every screen and so many street corners
are drenched in blood, can tomato ketchup have any effect? More than 60
years ago, London audiences at Titus Andronicus fainted nightly and St
John Ambulance was in attendance. A tiny torture scene by Jean-Paul
Sartre made audiences scream. Once, even the word “bloody” had its
effect.
If we recognise that we’ve become numbed by shock tactics, that no
scandal is scandalous, then we must face the fact that theatre,
especially for its writers and directors, is suddenly losing its most
reliable weapon. At a moment when social and political themes are what
should – what must – concern us directly, how can we escape the banality
of the obvious, the glibness of the outrage, the naivety of protest?
When the times are negative, there is only one current that secretly
goes against the tide. The positive. The very vagueness of the word
creates a negative reaction and shows how hard it is to detect. But
unless its murmur is heard, not through platitudes, not through
preachers’ noble words, but through a reality that living theatre-people
can bring, it has no function. We must enter the “No” to find the
“Yes”. How?
If anyone proposes an answer, it’s immediately suspect. But we must face the riddle.
In the theatre, we have rightly rejected cosy and degraded ideas of
beauty, harmony, order, peace, joy. Now experimentally, directly, in our
spaces, we need to rediscover what these hackneyed values once
contained. A shock that awakes our indignation is cosy and is quickly
forgotten. A shock that opens us to the unknown is something else and
makes us feel stronger as we leave. The mainstream mustn’t be despised,
it has a great vocation. But to go against the tide, we have only one
pathetic instrument, the human being. Finding the vital currents hidden
in this misery is a formidable task.
When doing a play on conflict and violence, how often have I had to
answer the same idiotic question: “Do you think you can change the
world?” Today, I would like to say, “Yes, we can change the world.” But
not in the old way that politicians, ideologists or militants try to
make us believe. Their business is to tell lies. Theatre is,
occasionally, capable of moments of truth.
If we are supremely ambitious and supremely modest, we see that an
enormous amount is possible. There is a law of numbers. A tiny group in a
tiny space can create something unforgettable. When there are more
people, there is more vitality; there can be a vibrant energy. This
world, limited in space and time, can be changed and sometimes so
unforgettably that it can change an individual’s life.
The tribes, the herds of human animals, are made to work together.
And yet, as my father told me when I was very young: if there were two
people shipwrecked on a desert island and they made a parliament, one
would be on the right and the other on the left.
In the tiny world of theatre, there are rivalries, hatreds,
meannesses, fights … but it is perfectly possible to go against the
tide. Through a shared aim, shared needs, shared love of a shared result
in theatre, from the creation of space … the coming-together of an
endlessly repeated climax of shared performance, again and again,
something special can appear. Being together, working together, bringing
a higgledy-piggledy assortment of haphazardly mixed spectators into a
unity called “an audience”, makes it possible, for however short a time,
for individuals who more than ever are each one in a confused, chaotic
world of their own – these worlds can be changed. Every form of theatre
has something in common with a visit to a doctor. On the way out, one
must always feel better than on the way in.
extract from Tip of the Tongue: Reflections on Language and Meaning by Peter Brook, published by Nick Hern Books.
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