No
obstante, no todo estaba bien.
Algo
en mí, en mi interior, anulaba las perspectivas exteriores. Yo veía
todo ordenado, posible, realizado o realizable. Sin embargo era como
si yo, yo mismo, pudiera generar el fracaso. Y he aquí que al mismo
tiempo me juzgaba inculpable de ese probable fracaso, como si mis
culpas fueran heredadas, y no me importaba demasiado: disponía como
de una resignación previa, porque percibía que, en el fondo, todo
es factible, pero agotable.
Tampoco
la fugacidad me inquietaba, porque es posible sacar partida de lo
transitorio, disfrutar momento a momento. Era algo mayor la causa de
mi anegante desazón, ignoro qué, algo así como una poderosa
negación, imperceptible, aunque superior a cualquier rebeldía, a
cualquier aplicación de mis fuerzas.
Es
más, yo le temía a distancia. De momento, todo se presentaba con
rostro favorable. Pero recelaba de otra etapa -¿lejana? ¿inmediata?-
irrebatible, a la que yo llegara sin vigor, como a una extinción en
el vacío. ¿Qué era eso tan peor? ¿La destitución, acaso? ¿La
pobreza? ¿Alguna afrenta? ¿Tal vez la muerte? ¿Qué, qué
era?…Nada, lo ignoro. Era nada. Nada.
Quise
discernir el porqué de ese vuelco y advertí que era como si hubiese
andado largo tiempo hacia un previsto esquema y estuviera ya dentro
de él.
Necesité
imperiosamente asirme de algo. El estómago vino en mi ayuda,
reclamándome alimento. Acudí a la posada como en pos de la
esperanza.
Antonio Di Benedetto, Zama
imagen: Julien Fénix
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