La primera vez que vi a Philippe Petit fue en 1971. Paseaba por el
boulevard Montparnasse, en París, cuando me encontré con una multitud
silenciosa formando un círculo en la acera. Era evidente que en el
interior de aquel círculo sucedía algo, y quise saber qué era. Me abrí
paso entre varios espectadores, me puse de puntillas y logré ver a un
hombre pequeño en el centro. Toda su ropa era negra: zapatos,
pantalones, camisa e incluso el aplastado gorro de seda que llevaba en
la cabeza. El pelo que sobresalía del sombrero era rubio rojizo y la
cara que había debajo era tan pálida, tan desprovista de color, que al
principio creí que estaba pintada de blanco.
El joven hacía juegos malabares, montaba en monociclo, realizaba
pequeños trucos de magia. Hacía juegos malabares con pelotas de goma,
con palos de madera y antorchas encendidas, tanto de pie como sentado en
su vehículo de una sola rueda, pasando de una cosa a otra sin
interrupciones. Para mi sorpresa, lo hacía todo en silencio. Había
dibujado un círculo de tiza en la acera, y mientras evitaba
rigurosamente que los espectadores penetraran en ese espacio con un
persuasivo gesto de mimo, desarrollaba su actuación con tal energía e
inteligencia que era imposible dejar de mirarlo.
A diferencia de otros artistas callejeros, no actuaba para la multitud;
más bien, parecía que permitía al público seguir el curso de sus
pensamientos, como si nos hiciera partícipes de una profunda e
inexpresada obsesión. Sin embargo, en sus actos no había nada personal;
todo parecía revelarse de forma metafórica, en una sola etapa,
valiéndose del medio del espectáculo. Realizaba sus juegos malabares con
meticulosidad y concentración, como si mantuviera una conversación
consigo mismo. Elaboraba las combinaciones más complejas —complicadas
figuras matemáticas, arabescos de absurda belleza— pero sus gestos
conservaban toda la sencillez posible. Oscilaba entre el papel de
demonio y el de payaso y producía una fascinación hipnótica. Nadie decía
una palabra. Era como si con su propio silencio exigiera silencio a los
demás. La multitud lo observaba, y al final de la actuación, todo el
mundo le dejaba monedas en el sombrero. Yo nunca había presenciado algo
igual.
Volví a ver a Philippe Petit varias semanas después. Era tarde —tal vez
la una o las dos de la madrugada— y caminaba por un muelle del Sena,
cerca de Notre-Dame. De repente, vislumbré a varios jóvenes que se
movían con rapidez en la oscuridad al otro lado de la calle. Llevaban
cuerdas, cables, herramientas y pesados bolsos. Curioso, como de
costumbre, mantuve el ritmo de su marcha en la acera de enfrente y
entonces reconocí a uno de ellos como el malabarista del boulevard
Montparnasse. De inmediato supe que iba a suceder algo, aunque no podía
imaginar qué.
Al día siguiente, encontré la respuesta en la primera página del lnternational Herald Tribune.
Un hombre joven había colocado una cuerda entre las torres de la
catedral de Notre-Dame y había caminado, hecho malabares y bailado sobre
ella durante tres horas, asombrando a la multitud que lo observaba
desde abajo.
Nadie sabía cómo había logrado amarrar la cuerda ni cómo había conseguido eludir la atención de las autoridades. Al regresar al suelo, había sido arrestado, acusado de alterar la paz y de varias ofensas más. Gracias a aquel artículo me enteré de su nombre: Philippe Petit. No tenía la menor duda de que él y el malabarista que yo había visto eran la misma persona.
Nadie sabía cómo había logrado amarrar la cuerda ni cómo había conseguido eludir la atención de las autoridades. Al regresar al suelo, había sido arrestado, acusado de alterar la paz y de varias ofensas más. Gracias a aquel artículo me enteré de su nombre: Philippe Petit. No tenía la menor duda de que él y el malabarista que yo había visto eran la misma persona.
Esta aventura en Notre-Dame me causó una gran impresión y seguí
recordándolo durante los años siguientes. Cada vez que pasaba junto a
Notre-Dame, evocaba la fotografía del periódico: una cuerda casi
invisible extendida entre las enormes torres de la catedral, y allí,
justo en el medio, como si estuviera suspendido en el aire por arte de
magia, una minúscula figura humana, un punto vivo contra el fondo del
cielo. Me resultaba imposible no añadir la evocación de esta imagen a la
catedral que se alzaba ante mi vista, como si aquel viejo monumento
parisiense, construido tantos años antes para honrar a Dios, se hubiera
transformado en otra cosa; pero ¿En qué? Era difícil saberlo, quizás en
algo más humano, como si sus piedras llevaran ahora la marca del hombre.
Y sin embargo, no había una verdadera marca; yo la había trazado con mi
propia mente y existía sólo en mi memoria. Pero, pese a todo, se
trataba de una prueba irrefutable: mi percepción de París había
cambiado, ya no lo veía del mismo modo.
Por supuesto, caminar sobre una cuerda a tanta distancia del suelo es
algo extraordinario. La escena nos produce una emoción casi palpable. De
hecho, mucha gente desearía poseer el valor y la habilidad necesarios
para hacerla. Sin embargo, el arte del equilibrista nunca se ha tomado
en serio. Como suele ser un espectáculo circense, se le asigna
automáticamente un carácter marginal. Después de todo, el circo está
dedicado a los niños, ¿Y qué saben los niños del arte? Los adultos
tenemos mejores cosas en que pensar. Existe el arte de la música, el de
la pintura, el de la escultura, el de la poesía, el de la prosa, el del
teatro, el de la danza, el de la cocina, incluso el arte de vivir. Pero
¿Y el arte del equilibrismo? La sola expresión parece irrisoria. Si por
casualidad la gente se detiene a pensar en el equilibrismo, suele
calificarlo como una forma menor de atletismo.
También existe el problema de la promoción. Me refiero a los ridículos
despliegues de habilidad, a la vulgar autopropaganda, a la necesidad de
publicidad que nos rodea. Vivimos en una época en que la gente parece
dispuesta a cualquier cosa para llamar la atención y el público acepta
este hecho, confiriendo fama o celebridad a cualquiera lo
suficientemente valiente para intentarlo. Como regla general, cuanto más
arriesgado es el acto, mayor es el reconocimiento. Cruce el océano en
una bañera, esquive cuarenta barriles en llamas montado en motocicleta,
arrójese al East River desde el puente de Brooklyn y su nombre saldrá en
los periódicos y tal vez le hagan una entrevista o lo inviten a dar una
charla. La necedad de estas bufonadas resulta obvia. Prefiero dedicar
mi tiempo a mirar a mi hijo montar en bicicleta, aunque aún lleve
ruedecitas de entrenamiento.
Sin embargo, el peligro es una parte inherente al equilibrismo. Cuando
un hombre camina sobre una cuerda a cinco centímetros del suelo, no
respondemos del mismo modo que si lo hace a cincuenta metros de altura.
Pero el peligro es sólo una característica del acto. A diferencia del
especialista en hazañas arriesgadas, cuyo espectáculo está destinado a
enfatizar el peligro, a mantener en vilo al público con una anticipación
casi sádica del desastre, el buen equilibrista intenta ahuyentar la
idea de la muerte con la belleza del acto que realiza sobre la cuerda y
logra que el espectador olvide los riesgos. Con un mínimo de recursos,
en un escenario de menos de dos centímetros de profundidad, la función
del equilibrista es crear una sensación de libertad infinita.
Malabarista, bailarín, acróbata, interpreta en el cielo los actos que
otros hombres se contentarían con realizar en el suelo. La intención es
al mismo tiempo forzada y perfectamente natural y, en el fondo, su
encanto reside en su absoluta inutilidad. Tengo la impresión de que
ningún arte enfatiza con semejante claridad el profundo impulso estético
que tenemos todos. Cada vez que vemos a un hombre caminar sobre una
cuerda, una parte de nosotros está allí arriba con él. A diferencia de
los espectáculos de otras artes, la del equilibrismo es directa, simple,
no necesita mediadores y no requiere ninguna explicación. El arte es el
propio acto, una más pura configuración. Y si encontramos alguna
belleza en él, es por el placer que experimentamos al contemplarlo.
Otra cosa que me conmovió del espectáculo de Notre-Dame fue su carácter
clandestino. Con la misma escrupulosidad de un ladrón de bancos que
planea un golpe, Philippe había preparado su acto en secreto. Nada de
conferencias de prensa, publicidad o carteles. La pureza del espectáculo
era impresionante, porque ¿Qué esperaba ganar con él? Si la cuerda se
hubiera roto o hubiera habido algún fallo en su instalación, habría
muerto. Por otra parte, ¿Qué ventajas le traería el éxito? Era obvio que
no había ganado dinero con su aventura y ni siquiera había intentado
capitalizar aquel breve momento de gloria. Cuando todo acabó, el único
resultado tangible de su hazaña fue una breve estancia en una prisión
parisiense.
¿Por qué lo hizo? Creo que por la sencilla razón de deslumbrar al mundo
con lo que era capaz de hacer. Después de contemplar su austera y
turbadora actuación en la calle, supe por intuición que sus motivos no
coincidían con los de otros hombres, ni siquiera con los de otros
artistas. Con una ambición y una arrogancia proporcional a la inmensidad
del cielo, e imponiéndose a sí mismo las más estrictas exigencias,
simplemente pretendía hacer lo que era capaz de hacer.
Después de cuatro años en París, regresé a Nueva York en julio de 1974.
No supe nada de Philippe Petit durante mucho tiempo, pero el recuerdo de
lo ocurrido en París siguió fresco, era una parte permanente de mi
mitología interior. Entonces, un mes después de mi regreso, Philippe
volvió a aparecer en las noticias, esta vez en Nueva York, con motivo de
su célebre caminata entre las torres del World Trade Center. Me alegró
saber que Philippe conservaba sus sueños, me hizo sentir que había
elegido el momento adecuado para regresar. Nueva York es una ciudad más
generosa que París y la gente respondió con entusiasmo a su hazaña. Sin
embargo, igual que con la aventura de Notre-Dame, Philippe se mantuvo
fiel a su visión. No intentó aprovechar su flamante fama y logró
resistir las groseras tentaciones que América siempre está dispuesta a
ofrecer. No publicó ningún libro, no hizo ninguna película ni se puso en
manos de un empresario. El hecho de que no se enriqueciera a expensas
del acto en el World Trade Center era tan insólito como el propio
espectáculo; pero la prueba estaba a la vista de todos los neoyorquinos:
Philippe continuaba ganándose la vida haciendo juegos malabares en la
calle.
La calle era su escenario principal y aún hoy se toma sus actuaciones
allí tan en serio como su trabajo de equilibrista. Su carrera comenzó
muy pronto. Nacido en una familia francesa de clase media en 1949,
aprendió magia solo a los seis años, juegos malabares a los doce y
equilibrismo unos años más tarde. Mientras tanto, mientras se entregaba a
actividades tan diversas como equitación, alpinismo, pintura y
carpintería, logró hacerse expulsar de nueve colegios. A los dieciséis
años comenzó un período de viajes constantes alrededor del mundo,
actuando como malabarista callejero en Europa occidental, Rusia, India,
Australia y Estados Unidos. «Aprendí a vivir de mi ingenio», ha dicho de
esos años. «Ofrecía espectáculos de malabarismo en todas partes y para
todo el mundo, viajando alrededor del mundo como un trovador con mi
viejo saco de piel. Aprendí a huir de la policía en mi monociclo. Pasé
más hambre que un lobo; aprendí a controlar mi vida.»
Pero Philippe ha concentrado sus mayores ambiciones en el equilibrismo.
En 1973, apenas dos años después de la caminata de Notre-Dame, ofreció
otro espectáculo clandestino en Sydney, Australia: extendió su cuerda
entre las torres de Harbour Bridge, el puente arqueado de acero más
grande del mundo. Después de la caminata en el World Trade Center en
1974, cruzó las Great Falls de Paterson, Nueva Jersey, apareció en
televisión andando entre los chapiteles de la catedral de Laon, Francia,
e incluso cruzó el estadio Superdome, en Nueva Orleans, en presencia de
80.000 personas. Este último acto tuvo lugar apenas nueve meses después
de una caída desde una cuerda inclinada a trece metros de altura, a
consecuencia de la cual sufrió fractura de cadera y de varias costillas,
hundimiento de pulmón y aplastamiento de páncreas.
Philippe también ha trabajado en el circo. Durante un año constituyó la atracción estelar de los Ringling Brothers Barnum and Bailey y de vez en cuando ha trabajado como artista invitado en The Big Apple Circus
de Nueva York. Pero el circo tradicional nunca ha sido el sitio
adecuado para el talento de Philippe y él lo sabe. Es un artista
demasiado solitario y original para encajar en el restringido mundo de
las carpas circenses. Él concede mucha más importancia a sus planes para
el futuro: cruzar las cataratas del Niágara, caminar desde el techo del
teatro de la ópera de Sydney a lo alto del puente Harbour, un trayecto
inclinado de más de ochocientos metros. Como él mismo explica: «No es
cuestión de récords o de riesgos. Toda mi vida he buscado los sitios más
asombrosos para cruzar —montañas, cataratas, edificios—. Y aunque los
lugares más hermosos resulten ser los más largos y peligrosos, yo no los
he elegido por eso. Lo que me interesa es el espectáculo, el acto, ese
hermoso gesto.»
Cuando por fin conocí a Philippe en 1980, me di cuenta de que la idea
que me había hecho de él era acertada. No era un temerario o un
especialista en actos arriesgados, sino un artista que podía hablar de
su obra con inteligencia y humor. Como me dijo aquel día, no quería que
la gente pensara en él como en otro «acróbata estúpido». Habló sobre los
textos que había escrito —poemas, relatos sobre sus aventuras en
Notre-Dame y el World Trade Center, guiones de cine, un pequeño libro
sobre equilibrismo— y yo le dije que me interesaba verlos. Varios días
después, recibí por correo un voluminoso paquete de manuscritos. Una
nota explicaba que estos textos habían sido rechazados por dieciocho
editoriales distintas en Francia y Estados Unidos. Esto no me pareció un
obstáculo. Le dije a Philippe que haría todo lo posible para
encontrarle un editor y le prometí encargarme de la traducción en caso
necesario. Después del placer que me habían proporcionado sus
actuaciones en la calle y en la cuerda, era lo menos que podía hacer por
él.
Creo que On the Hígh-Wíre es un libro notable. No sólo constituye
el primer estudio sobre el equilibrismo, sino que es también un
testamento personal. En él se aprende el arte y la ciencia del
equilibrismo, el lirismo y las exigencias técnicas de esta actividad.
Sin embargo, no debe considerárselo como un libro de enseñanzas
prácticas, como un manual de instrucciones. El equilibrismo no se
enseña, es algo que uno aprende por sí mismo. Desde luego, alguien que
tuviera serias intenciones de dedicarse a esto, jamás recurriría a un
libro.
El libro, por lo tanto, es una especie de parábola, un viaje espiritual
en forma de tratado. En él, uno siente la presencia del propio Philippe:
son su cuerda, su arte, su personalidad los que inspiran el texto. En
definitiva, nadie encuentra un sitio en él. Quizás ésta sea la lección
más importante del tratado: el equilibrismo es un arte solitario, una
forma de abordar la propia vida desde el rincón más oscuro y secreto del
yo. Si se lee con atención, el libro se transforma en la historia de
una búsqueda, en un relato ejemplar de las ansias de perfección del
hombre. En este sentido, está más relacionado con la vida interior que
con el equilibrismo. Tengo la impresión de que alguien que haya
intentado hacer algo bien, cualquiera que haya hecho sacrificios por un
arte o una idea, no tendrá problemas en comprenderlo.
Hasta hace dos meses, nunca había presenciado un acto de equilibrismo de
Philippe al aire libre. Sólo había visto una o dos actuaciones en el
circo y por supuesto películas y fotografías de sus hazañas, pero
ninguna caminata en la cuerda en vivo y al aire libre. Por fin tuve
oportunidad de hacerla durante la reciente ceremonia de inauguración de
la catedral de Saint John the Divine, en Nueva York. Después de una
pausa de varias décadas, iban a reiniciar la construcción de la torre de
la catedral. Como una especie de homenaje a los equilibristas de la
Edad Media —el joglar de la época de las grandes catedrales
francesas—, Philippe había concebido la idea de extender un cable de
metal desde un edificio de apartamentos en la avenida Amsterdam a lo
alto de la catedral, al otro lado de la calle, un trayecto inclinado de
varios centenares de metros. Iría de un extremo al otro y luego
ofrecería una llana de plata que sería usada para colocar la primera
piedra en la torre.
Los discursos preliminares se prolongaron durante mucho tiempo. Los
dignatarios se incorporaron uno tras otro para hablar de la catedral y
del acontecimiento histórico que iba a tener lugar. Sacerdotes,
funcionarios municipales, el ex secretario de Estado Cyrus Vance, todos
pronunciaron discursos. Una gran multitud se había congregado en la
calle, sobre todo escolares y gente del vecindario, y era evidente que
la mayoría habían venido a ver a Philippe. Mientras se sucedían los
discursos, la multitud murmuraba y se movía con impaciencia. El tiempo
de finales de septiembre se presentaba amenazador: el cielo era
desapacible, de color gris pálido, el viento comenzaba a soplar y unas
cuantas nubes de lluvia se agrupaban a lo lejos. Si los discursos se
prolongaban mucho, habría que cancelar el acto.
Por fortuna, el tiempo se mantuvo estable y por fin le llegó el turno a
Philippe. Despejaron el área de abajo del cable, de modo que los que un
momento antes ocupaban el escenario se vieron obligados a trasladarse a
un lado con el resto del público. El sentido democrático de esa
exigencia me complació. Por casualidad, me encontré pegado a Cyrus Vance
en la escalinata de la catedral. Yo con mi desgastada chaqueta de piel,
y él con su impecable traje azul; pero eso no parecía tener
importancia, estaba tan emocionado como yo. Me di cuenta de que en
cualquier otro momento me habría sentido cohibido al estar junto a un
personaje tan importante, pero en esa ocasión no fue así.
Hablamos del equilibrismo y de los peligros que Philippe tendría que
afrontar. Él parecía estar sinceramente maravillado por la escena y no
dejaba de alzar la vista hacia el cable, como yo y los cientos de niños
que nos rodeaban. Fue entonces cuando comprendí los aspectos más
importantes del equilibrismo: nos reduce a todos a la condición de
simples seres humanos. Un secretario de Estado, un poeta, un niño: nos
vimos iguales unos a otros y, por consiguiente, parte unos de otros.
Una banda de vientos interpretó una fanfarria renacentista desde algún
lugar invisible detrás de la fachada de la catedral y Philippe apareció
en el techo del edificio del otro lado de la calle. Iba vestido con un
atuendo medieval de raso blanco y el badilejo de plata colgaba de la
faja que llevaba a la cintura. Saludó a la multitud con un elegante y
enérgico gesto, cogió firmemente con las dos manos su barra de
equilibrio y comenzó su lento ascenso sobre el cable. Yo sentí que
caminaba con él, paso a paso, y poco a poco las alturas parecieron
volverse habitables, humanas, llenas de dicha. Philippe dobló una
rodilla y volvió a saludar a la multitud, hizo equilibrio sobre un solo
pie, se movió con gestos estudiados y majestuosos, rezumando confianza.
De repente llegó a un punto tan lejano de la salida que mi vista perdió
contacto con todas las referencias exteriores: el edificio de
apartamentos, la calle, el resto de la gente. Estaba casi en línea recta
sobre mi cabeza, y cuando me incliné hacia atrás para contemplar el
espectáculo, sólo pude ver el cable, Philippe y el cielo. No había nada
más. Un cuerpo blanco contra un cielo casi blanco, como si fuera
completamente libre. La pureza de aquella imagen resplandeció en mi
mente y sigue allí en la actualidad, totalmente presente.
En ningún momento del acto pensé que pudiera caerse. El riesgo, el temor
a la muerte, la catástrofe no formaban parte del espectáculo. Philippe
había asumido total responsabilidad por su propia vida y yo sentía que
nada podría alterar esa resolución. El equilibrismo no es un arte
mortal, sino un arte vital, de una vida vivida con plenitud; lo que
equivale a decir que la vida no se esconde de la muerte, sino que la
mira directamente a los ojos. Cada vez que Philippe se sube a una
cuerda, toma posesión de esa vida y la vive en toda su regocijante
inmediatez, en toda su dicha.
Ojalá viva hasta los cien años.
1982
En Experimentos con la verdad
Traducción de María Eugenia Ciocchini
Imagen: © Francesco Acerbis/Corbis
FUENTE: http://bibliotecaignoria.blogspot.com/2012/07/paul-auster-en-la-cuerda-floja.html
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