y una noche, haciendo el amor en ese
altillo, amarillos por el brillo violento de la eme del McDonald's alumbrándonos
tan cerca, a metros de la ventana, ese altillo sobre esa casa construida al
ritmo del progreso acelerado del dueño de unas tiendas de electrodomésticos, sala
de ensayo con olor a gato y marihuana, a sudor viejo, y esa eme ahí, como un
sol americano, untando su cuerpo y mi cuerpo con esa luz prometedora que es la
luz de las cosas construidas, ideadas por otros para felicidad del resto, un
futuro todo posible puesto en otro lado, no ahí, entre nosotros, dos chicos que
se durmieron pensando que cuando la eme se apagara iba a haber salido el sol,
el sol más alto, el de las otras posibilidades, dos chicos que se enamoraron como
refugiados del mosh, en esa casa sobre esta avenida que es un cementerio de
outlets y concesionarias, un Siga la vaca, un Nike, tres Firestones, las ruinas
de un Locos por el fútbol, esta avenida donde dejamos morir la adolescencia,
esta avenida donde nunca nos drogamos tanto, ni soñamos tanto, ni planeamos formas
para salir de acá con el impulso suficiente como para que ya nada nos traiga de
vuelta, una adolescencia vacía, sudando un tema, envalentonados en la locura
tonta de un pogo para nada, acostados en la puerta de una casa con alarma y enrejada,
meando escalones, esperando que toquen las bandas, esperando nada. Ay, Hipólito Yrigoyen, sos una
ruta profunda, una arteria vital y envenenada, me acuerdo cuando te
arrancaron los adoquines, te cruzábamos con mamá como al Lago de la Brea
sobre la costa de la
Isla Trinidad, una isla a la que nunca iremos, eras un río en
construcción, un camino de obreros, y llegamos a la casa de la abuela, una
mujer que te había visto de tierra, nos sentamos en la vereda y te vimos
cambiar la cara, las tres juntas, ya ancianas, tres generaciones asustadas, y
una bisabuela errante, una mujer que también vivió sobre vos y un día lo dejó
todo, abandonó a su familia por un hombre
que la visitaba a caballo cuando su marido no estaba, se tomó un barco y se
fue, hizo tan bien. Ay, Hipólito Yrigoyen, sos como la tristeza, una certeza
agria que sabemos que nos va a sobrevivir, como ese gesto tierno y vencido de
mi padre lustrándome las botas, inclinado ya con joroba, igual que lo hacía su padre,
sos como esos días ácidos en los que vemos llegar las luces del centro y
envejecer a nuestros padres, sos como la tristeza, una vida de trabajo, la combinación tiempo
sueldo como única fórmula para palear el vacio, la desesperación, el peso en el
cuerpo de cosas que no se pudo, la
soledad siempre, debajo, al fondo, atrás, la soledad como la casa de la abuela
que ahora es un gimnasio. Pero
antes tantos hombres te entregaron
la salud de su carrocería, señores como papá, por ejemplo, que por un
viaje
mínimo de tres pesos gastó como a una suela las llantas, un par de años
después
de la privatización tantos remiseros salieron queriendo domarte, y lo
dejaron
todo ahí, dormidos sobre el manubrio como entre los barrotes de una
cuna, sobre
tapizados llenos de migas, tajeados, descompuestos de ciegos, al ritmo
loco de
las picadas los domingos a la noche. Venciste a mi padre, pero hoy te
vigila
desde la orilla, una funeraria a la altura del 6500 en la que duerme sus
noches
alerta, haciendo guardia, esperando que alguien llegue a velar a otro,
haciendo
una lista mental de cuántos trabajos tuvo a lo largo de su vida, y
cuánto valió
la pena, todas esas noches en las que estoy en cualquier lado, haciendo
algo,
perdiendo algo, esperando a un dealer, un peruano robusto que se parece a
vos,
se parece a un hermano bobo y destructor, que se parece a una ola que
creemos ver venir pero enseguida está encima. Pero mi padre está acá, esperando
y te mira, te escucha, rumorea, ¿se persigna?, se deja ir en ese rumor fuerte, entrecortado,
pero tan potente siempre, pasan truenos, se dice, se abraza, en la esquina el
museo Magnum, ese videoclub que supo ser un imperio, el otro día nos asomamos y
regalaba las películas, apoyamos la cara en el vidrio y lo vimos todo como a una
foto rota. Ay, Hipólito Yrigoyen, te vi matar a tantos amigos, esa noche de
mayo del 93 te vi matar a Viti, el novio de mi hermana que me encantaba, me
encantaba, me encantaba, rubio y de pelo largo, con tanta onda, un chico de 19 que
hizo su último güili después de una pelea con ella, salió a toda velocidad con
su honda blanca y rabiosa, aceleró muy fuerte justo en la esquina de la casa de
Duhalde y lo dejó todo ahí, en esa pirueta para nadie, como un hombre solo en
el campo ensayando un silbido nuevo…
Magalí Etchebarne
imagen: Le petit tabouret des profondeurs, Lionel Sabatté
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