La aventura de
un poeta (1958)
Gli amori difficili (1970)
Las orillas del
islote eran altas, rocosas. Encima crecía la
mancha baja y tupida de la vegetación que resiste
la cercanía del mar. En el cielo volaban las
gaviotas. Era una isla pequeña próxima a la
costa, desierta, sin cultivar: en media hora se le
podía dar la vuelta en barca y hasta en bote de
goma, como el de los dos que se acercaban, el
hombre que remaba tranquilo, la mujer acostada
tomando el sol. Al aproximarse en hombre aguzó la
oreja.
—¿Has oído
algo? —preguntó ella.
—Silencio
—dijo—. Las islas tienen un silencio que se
oye.
En realidad
todo silencio consiste en la red de menudos ruidos
que lo envuelve: el silencio de la isla se
diferenciaba del silencio del tranquilo mar
circundante porque estaba recorrido por murmullos
vegetales, cantos de pájaros o un brusco rumor de
alas.
Abajo, al pie
de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era
de un azul intenso, límpido, atravesada hasta el
fondo por los rayos del sol. En la escollera se
abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se
acercaban perezosamente a explorarlas.
Era una costa
del sur, poco afectada todavía por el turismo, y
los dos bañistas venían de fuera. Él era un tal
Usnelli, poeta bastante conocido; élla, Delia H.,
una mujer muy bella.
Delia era una
admiradora del sur, apasionada, francamente
fanática, y tendida en el bote hablaba con
continuo transporte de todo lo que veía, y quizá
también en cierto tono de polémica porque le
parecía que Usnelli, recién llegado a aquellos
lugares, participaba de su entusiasmo menos de lo
debido.
—Espera —decía
Usnelli—. Espera.
—¿Espera
qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? —decía
ella.
Él,
desconfiado (por naturaleza y por educación
literaria) de las emociones y las palabras que
otros ya habían hecho suyas, habituado más a
descubrir las bellezas escondidas y espúreas que
las manifiestas e indiscutibles, estaba sin
embargo con los nervios de punta. La felicidad era
para Usnelli un estado de suspensión, de esos que
se han de vivir conteniendo la respiración. Desde
que se había enamorado de Delia veía en peligro
su cautelosa, avara relación con el mundo, pero
no quería renunciar a nada ni de sí mismo ni de
la felicidad que se le ofrecía. Ahora estaba
alerta, como si cada grado de perfección que la
naturaleza circundante alcanzaba —un decantarse
del azul del agua, una transformación del verde
de la costa en ceniciento, la alerta de un pez que
asomaba justo allí donde era más lisa la
superficie del mar—, sólo sirviera para
preceder otro grado más alto, y así
sucesivamente, hasta el punto en que la línea
invisible del horizonte se abriera como una ostra
revelando de pronto un planeta distinto o una
palabra nueva.
Entraron en
una gruta. Al principio era espaciosa, casi un
lago interior de un verde claro, bajo una alta
bóveda rocosa. Más adelante se estrechaba en na
oscura galería. Con el remo el hombre hacía
girar el bote sobre sí mismo para gozar de los
diversos efectos de la luz. La de afuera, que se
metía pr la grieta irregular de la entrada,
deslumbraba con sus colores avivados por el
contraste. Allí el agua irradiaba, y las láminas
de luz rebotaban hacia arriba, contrastando con
las blandas sombras que se alargaban desde el
fondo. Reflejos y manchas de luz comunicaban a la
roca de las paredes y de la bóveda la
inestabilidad del agua.
—Aquí
comprendes a los dioses —dijo la mujer.
—Hum —dijo
Usnelli. Estba nervioso. Su mente, habituada a
traducir las sensaciones en palabras, ahora nada,
no conseguía formular ni una sola.
Se internaron.
El bote dejó atrás un bajío: el dorso de una
roca al ras del agua; ahora flotaba entre los
escasos fulgores que aparecían y desaparecían a
cada golpe de remo: el resto era sombra espesa;
las palas tocaban de vez en cuando una pared.
Mirando hacia atrás Delia veía el ojo azul del
cielo abierto cuyos contornos cambiaban
continuamente.
—¡Un
cangrejo! ¡Grande! ¡Allí! —gritó,
levantándose.
—“¡...grejo!
¡...iii!” —retumbó el eco.
—¡El eco!
—exclamó contenta, y se puso a gritar palabras
en las tenebrosas bóvedas: invocaciones, versos—.
¡Tú también! ¡Grita tu nombre! ¡Pide un
deseo! —le dijo a Usnelli.
—Ooo.. —hizo
Usnelli—. Ehiii... Ecooo...
De vez en
cuando la barca se arrastraba por el fondo. La
oscuridad era más espesa.
—Tengo
miedo. ¡Dios sabe cuántos bichos habrá!
—Todavía se
puede pasar.
Usnelli se dio
cuenta que avanzaba hacia la oscuridad como un pez
de los abismos que huye de las aguas iluminadas.
—Tengo
miedo, volvamos —insistió ella.
También a
él, en el fondo, el gusto por lo horrible le era
ajeno. Remó hacia atrás. Al volver al lugar
donde la gruta se ensanchaba, el mar se volvió de
cobalto.
—¿Habrá
pulpos? —dijo Delia.
—Se verían.
Está límpido.
—Entonces
voy a nadar.
Se dejó caer
desde el bote, se apartó, nadaba en el lago
subterráneo, y su cuerpo parecía unas veces
blanco (como si la luz lo despojara de todo color
propio), otras del azul de aquella pantalla de
agua.
Usnelli había
dejado de remar: seguía conteniendo la
respiración. Pare él, estar enamorado de Delia
había sido siempre así, como en el espejo de esa
gruta: haber entrado a un mundo más allá de la
palabra. Por lo demás, en todos sus poemas,
jamás había escrito un verso de amor; ni uno.
—Acércate
—dijo Delia. Mientras nadaba se había quitado
el trapito que le cubría el pecho; lo arrojó por
encima de la borda del bote—. Un momento. —Se
quitó también el otro pedazo de tela sujeto a
las caderas y lo pasó a Usnelli.
Ahora estaba
desnuda. La piel más blanca en el pecho y en las
caderas casi no se distinguía, porque todo su
cuerpo difundía una claridad azulada, de medusa.
Nadaba de costado, con un movimiento indolente, la
cabeza (una expresión fija y casi irónica de
estatua) apenas al ras del agua, y a veces la
curva de un hombro y la línea suave del brazo
extendido. El otro brazo, con movimientos
acariciadores, cubría y descubría los pechos
altos, tendidos hacia el vértice. Las piernas
apenas batían el agua, sosteniendo el vientre
liso, marcado por el ombligo como una huella leve
en la arena, y la estrella como de un fruto de
mar. Los rayos del sol que reverberaban bajo el
agua la rozaban, ya vistiéndola, ya desnudándola
del todo.
De la
natación pasó a un movimiento que parecía de
danza; suspendida en el agua a media profundidad,
sonriéndole, extendía los brazos en una blanda
rotación de los hombros y las muñecas; o bien,
con un empujón de la rodilla hacía asomarse un
pie arqueado como un pequeño pez.
Usnelli, en el
bote, era todo ojos. Comprendía que lo que ese
momento le ofrecía la vida era algo que no a
todos les es dado mirar con los ojos abiertos,
como el corazón más deslumbrador del sol. Y en
corazón de ese sol había silencio. Todo lo que
allí había en ese momento no podía traducirse
en ninguna otra cosa, quizá ni siquiera en un
recuerdo.
Ahora Delia
nadaba de espaldas, emergiendo hacia el sol, en la
boca de la gruta. Avanzaba con un ligero
movimiento de brazos hacia el mar abierto y debajo
el agua iba cambiando gradualmente de azul, cada
vez más clara y luminosa.
—¡Cuidado,
cúbrete! ¡Se acercan unas barcas, allá fuera!
Delia ya
estaba en los escollos, bajo el cielo. Se metió
debajo del agua, extendió el brazo, Usnelli le
tendió las exiguas prensas, ella se las sujetó
nadando, volvió a subir al bote.
Las barcas que
llegaban eran de pescadores. Usnelli reconoció a
algunos del grupo de gente pobre que pasaban la
estación de la pesca en aquella playa, durmiendo
al abrigo de unos escollos. Les salió al
encuentro. El hombre que remaba era el joven,
taciturno en su dolor de muelas, la gorra blanca
de marinero encajada sobre los ojos estrechos,
remando a tirones como si cada esfuerzo que hacía
le sirviera para sentir menos el dolor; padre de
cinco hijos; desesperado. El viejo iba en la popa;
un sombrero mexicano de paja coronaba con una
aureola toda deshilachada la figura flaca, los
ojos redondos y muy abiertos, en otro tiempo
quizá por soberbia fanfarrona, ahora por comedia
de borrachín, la boca abierta bajo los bigotes
caídos, todavía negros; limpiaba con cuchillo
los mújoles que habían pescado.
—¿Buena
pesca? —gritó Delia.
—Lo poco que
hay —contestaron—. Es el año.
A Delia le
gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no (“frente
a ellos”, decía, “no me siento con la
consciencia tranquila”, se encogía de hombros y
todo terminaba ahí).
Ahora el bote
se acostaba a la barca, cuyo barniz descolorido y
surcado de grietas se levantaba en pequeñas
escamas, y el remo atado con una anilla de
cáñamo al escalmo gemía cada vez que frotaba la
madera astillada de la borda, y una pequeña y
herrumbada ancla de cuatro puntas se había
enganchado bajo la tabla estrecha del asiento en
una de las nasas de mimbre erizadas de algas
rojizas, secas quien sabe hacía cuanto tiempo, y
sobre el montón de redes teñidas de tanino y
bordeadas de redondas tajadas de corcho,
centelleaban en sus filosas envolturas de escamas,
ya de un gris mortecino, ya de un turquesa
resplandeciente, los peces boqueantes; las
branquias todavía palpitaban mostrando, debajo,
un rojo triángulo de sangre.
Usnelli
seguía callado, pero esta angustia del mundo
humano era lo contrario de la que le comunicaba
poco antes la belleza de la naturaleza: así como
allá le faltaban las palabras, aquí una
avalancha de palabras se precipitaba en su cabeza:
palabras para describir cada verruga, cada pelo de
la flaca cara mal afeitada del pescador viejo,
cada plateada escama de mújol.
En la orilla
había otra barca en seco, volcada, sostenida por
caballetes, y de la sombra salían las plantas de
los pies descalzos de unos hombres dormidos, los
que habían estado pescando durante toda la noche;
cerca, una mujer toda vestida de negro, sin cara,
ponía una olla sobre un fuego de algas, del que
subía una larga humareda. La orilla en aquella
cala era de guijarros grises; las manchas de
colores desteñidos eran los delantales de los
niños que jugaban, los más pequeños vigilados
por las hermanas mayorcitas y regañonas, y los
mayores y más despabilados, con cortos calzones
hechos de viejos pantalones de adulto, corrían
arriba y abajo entre los escollos y el agua. Más
lejos empezaba a extenderse una orilla de arena
recta, blanca y desierta, que de un lado se
perdía en un cañaveral ralo y en terrenos
baldíos. Un joven vestido de fiesta, todo de
negro, incluso el sombrero, con el bastón al
hombro y un ato colgando, caminaba junto al mar a
lo largo de la playa, marcando con los clavos de
los zapatos la friable costa de arena: seguramente
un campesino o un pastor de un pueblo del interior
que había bajado a la costa para ir a algún
mercado y que seguía el camino pegado al mar
buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril
mostraba los hilos, el terraplén, los postes, la
cerca, después desaparecía en un túnel y
volvía a empezar más adelante, desaparecía,
salís nuevamente, como las puntadas de una
costura irregular. Por encima de los
guardacantones blancos y negros de la carretera,
asomaban unos olivos bajos; más arriba las
colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales
o solamente de piedras. Un pueblo encastrado en
una grieta entre aquellas alturas se alargaba
hacia arriba, las casas una sobre otra, separadas
por calles en escalera, empedradas, hundidas en el
medio para que corriera el arroyuelo de
deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas
las casas había cantidad de mujeres, viejas o
envejecidas, y en los pretiles, sentados en fila,
cantidad de hombres, viejos y jóvenes, todos en
camisa blanca, y en medio de las calles en
escalera los niños jugando en el suelo y algún
muchachito mayor tendido a través con la mejilla
apoyada en un peldaño, durmiendo allí porque
estaba un poco más fresco que dentro de la casa y
olía menos, y posadas en todas partes y volando
nubes de moscas, y en cada muro y en la orla de
papel de periódico que cubría el manto de cada
chimenea, el infinito punteado de excremento de
mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras
y más palabras, apretadas, entrelazadas las unas
sobre las otras, sin espacio entre las líneas,
hasta que poco a poco era imposible distinguirlas,
eran una maraña de la que iban desapareciendo
incluso los menudos ojales blancos y sólo quedaba
el negro, el negro más total, impenetrable,
desesperado como un grito.
ITALO CALVINO
imagen: Christine Geserick